La ciencia española en el 98, en el marco de la ciencia mundial

 

Por Manuel Alfonseca

 

Resumen

 

Los años que precedieron y siguieron al 98 son especialmente interesantes para la historia de la ciencia española. Después de una larga sequía que duró varios siglos y nos aisló de la evolución de los países vecinos, los investigadores españoles comenzaron a saltar las fronteras, se permitieron el lujo de ganar uno de los primeros premios Nobel de Fisiología y Medicina, y fundaron escuelas científicas cuya actividad se prolongó durante la mayor parte del siglo XX.

 

Introducción

 

Para encontrar una época en la que la investigación científica española haya desempeñado un papel dominante en el desarrollo de la ciencia mundial, es preciso remontarse hasta los comienzos del milenio que está a punto de terminar. Por entonces, el califato de Córdoba primero, los reinos árabes de Taifas después, especialmente los de Córdoba y Sevilla, vivieron un florecimiento cultural que se plasmó por igual en las artes y en las ciencias, especialmente en las Matemáticas y la Astronomía. Este desarrollo culminó, ya en el siglo XII, en la figura descoyante de Averroes, que durante todo el resto de la Edad Media fue reconocido como El Comentarista por excelencia de Aristóteles, y contribuyó poderosamente a la difusión de las ideas de éste por el ámbito de las civilizaciones islámica y occidental, que cristalizó durante el siglo siguiente en la filosofía escolástica. Para comprobar la concatenación de ambos fenómenos, basta observar que Averroes murió en el año 1198, apenas cinco después del nacimiento de San Alberto Magno.

 

Por entonces, la filosofía y la ciencia no estaban divorciadas, como ahora, y los practicantes de la primera conocían a fondo la segunda y a menudo realizaban descubrimientos importantes. El propio Averroes (cuyo nombre árabe era Abul Walid Muhammad ibn Roxd) estudió Astrología, Matemáticas y Medicina, mientras que la influencia de San Alberto en el nacimiento de la ciencia experimental (en especial la Alquimia y la Botánica) le han ganado el título de santo patrón de las ciencias, que le fue concedido por Pío XII en 1941.

 

Durante aquella época, la España musulmana sirvió de enlace o camino a través del cual la ciencia árabe, muy avanzada por entonces, pudo penetrar en el occidente cristiano, hasta el punto de que el alquimista español más importante del siglo XIV, Geber, adoptó un seudónimo árabe para firmar sus escritos, confiando en que así obtendrían mayor difusión. Se desconoce su verdadero nombre.

 

A medida que la civilización occidental tomaba el testigo de la musulmana y sustituía a ésta en la primera línea de la investigación científica, el papel de España disminuyó. Nuestro país permaneció apartado de las corrientes que culminaron en el desarrollo impresionante experimentado por la Medicina, la Astronomía, las Matemáticas y la Física durante la Edad Moderna europea. Desde los siglos XV al XVII, que coinciden con la época de oro de nuestra literatura y de las bellas artes, la única figura española descollante fue Miguel Serveto (o Servet) Conesa (1511‑1553).

 

Después del hiato o disminución de ritmo que afectó a la ciencia occidental durante medio siglo, a finales del XVII y principios del XVIII, se produjo una cascada de descubrimientos y avances que aún no se ha detenido, en la que España ha participado un poco más, aunque de manera marginal, pues su aportación no puede compararse con la de los cuatro grandes países científico‑técnicos: Alemania, Francia, Gran Bretaña y los Estados Unidos. Durante los siglos XVIII y XIX podemos mencionar los nombres de Antonio de Ulloa (1716‑1795), José Celestino Mutis (1732‑1808), Andrés Manuel del Río (1765‑1849) y Manuel Blanco (1778‑1845), a quienes debemos añadir en lugar destacado a los dos grandes precursores españoles del submarino, con quienes volveremos dentro de un momento. Pero antes vamos a describir la situación general de la ciencia fuera de España, en la que, lógicamente, se enmarcaron nuestros científicos.

 

1. Situación de la ciencia mundial a finales del siglo XIX

 

La segunda mitad del siglo XIX fue una época tremendamente fructífera en todos los campos de la ciencia. En particular, los años que rodean al 98 encuentran algunos de estos campos en situación crítica, ya sea porque acaba de tener lugar una gran revolución, o porque está a punto de producirse.

 

En las líneas que siguen trazaremos un panorama sinóptico del estado de cada una de las ciencias principales y de las líneas maestras de la investigación en la época que nos ocupa.

 

1.1. Las Matemáticas

 

Los siglos XVII y XIX fueron los dos grandes periodos de la historia de las Matemáticas. En el primero tuvo lugar el descubrimiento del cálculo infinitesimal (Newton y Leibniz), estableciéndose las bases para la Geometría moderna y el Análisis funcional (Descartes), la teoría de números (Fermat) y el Cálculo de probabilidades (Pascal). El siglo XIX comienza con la figura gigantesca de Carl Friedrich Gauss (1777‑1855), que se anticipó a muchos de los descubrimientos realizados en los años sucesivos, entre los que figuran las geometrías no euclidianas (Bolyai, Riemann, Lovachevsky), las funciones elípticas (Abel, Jacobi), la teoría de grupos (Galois), la lógica simbólica (Boole y Peano) y la teoría de conjuntos (Cantor).

 

En la última década del siglo XIX, el interés de los matemáticos comienza a centrarse en la formalización axiomática rigurosa de su ciencia. El alemán Gottlob Frege (1848‑1925) creó en 1879 la lógica proposicional e introdujo el concepto de predicado y los cuantificadores universal y existencial, que se han convertido en parte esencial de la formulación de teoremas. Entre 1884 y 1903 emprendió la construcción de un sistema lógico completo (el programa logicista) que debía reducir la Aritmética a la Lógica, deduciéndolo todo a partir de un conjunto reducido de axiomas, mediante la aplicación de unas pocas reglas deductivas, como el modus ponens clásico y la inducción perfecta. Pero no tuvo mucha suerte: la universidad de Jena, donde trabajaba, le negó el reconocimiento que merecía. Para colmo, en 1902 Bertrand Russell encontró una contradicción en su sistema lógico (la famosa paradoja de Russell), lo que le desanimó y le movió a abandonar esa línea de investigación, que no obstante influyó poderosamente en el desarrollo posterior de las Matemáticas y en la obra del propio Russell, de Whitehead y de Wittgenstein, culminando en el teorema de Gödel (1931), quien demostró que las aspiraciones de Frege son irrealizables, pues todo sistema axiomático consistente incluye proposiciones indecidibles (afirmaciones verdaderas imposibles de demostrar).

 

La evolución del Análisis y la Geometría de finales del siglo pasado se ven dominados por la escuela de Gotinga, universidad alemana que reunió a muchos de los mejores expertos de la época, entre los que destacan Christian Felix Klein (1849-1925) y David Hilbert (1862‑1943). El segundo, en particular, ha influido poderosamente en el desarrollo de las Matemáticas durante todo el siglo XX a través de su Algebra de infinitas dimensiones, utilizada posteriormente para formalizar la Mecánica Cuántica. En el año 1900, Hilbert presentó un artículo en el Congreso Matemático Internacional de París, en el que enunciaba 23 problemas no resueltos que han servido de acicate para numerosas investigaciones posteriores. Algunos de estos problemas han sido abordados con éxito, en algún caso se ha demostrado la imposibilidad de resolverlos, pero otros continúan aún abiertos y han resultado ser mucho más difíciles de lo que se suponía.

 

Entre los miembros más eminentes de la escuela francesa en este mismo campo, es preciso citar a Jules Henri Poincaré (1854‑1912), uno de los fundadores de la Topología, que introdujo técnicas como la expansión asintótica y los invariantes integrales, aplicándolas a la resolución de algunos problemas pendientes de la gravitación universal. Independientemente de Einstein, Poincaré descubrió muchos de los resultados de la teoría especial de la Relatividad, que publicó en 1906, un año después que aquél.

 

1.2. La Física

 

Es curioso constatar cierto paralelismo entre la situación de la Física a finales del siglo pasado y en la actualidad. En ambos casos se oyen voces anunciando el fin de esta disciplina, en la que, supuestamente, ya no quedaría nada por descubrir. Entonces, al menos, los agoreros se equivocaron espectacularmente. De hecho, en 1898 ya se habían realizado los primeros descubrimientos que impulsaron la tremenda revolución a la que se vio sometida la investigación Física durante los primeros años del siglo XX, cuyos efectos aún no se han disipado por completo. Pero vayamos por partes.

 

El estudio de la dinámica de los gases, que había sido tan fructífero para la Física desde finales del siglo XVII, parecía, en efecto, haber llegado a su culminación con los grandes avances realizados en los campos de la Termodinámica y la Mecánica Estadística por Ludwig Eduard Boltzmann, William Thomson (Lord Kelvin) y Wilhelm Wien. Sin embargo, hacia 1898 quedaba pendiente un enigma que molestaba profundamente a los físicos: el cuerpo negro, un radiador perfecto de calor, cuyo comportamiento experimental no se ajustaba a las predicciones de la teoría. Poco podían imaginar los científicos de la época que en el breve plazo de dos años este problema iba a provocar la aparición de una nueva disciplina (la Física cuántica) y una de las dos grandes revoluciones del siglo XX. En la universidad de Berlín, Max Planck (1858‑1947) estaba ya dando los primeros pasos para su desencadenamiento. En 1900 propuso que la energía electromagnética (una de cuyas formas es el calor radiante) sólo puede ser absorbida por el cuerpo negro en cantidades elementales que llamó cuantos, cuyo valor es igual a la frecuencia de las ondas multiplicada por la constante universal de acción h (llamada en su honor constante de Planck).

 

El tema estrella de la Física del XIX fue sin duda la electricidad. Aunque algunos de sus efectos se conocían desde la antigüedad, hay que remontarse a las últimas décadas del XVIII (Galvani, Volta) para que su estudio y aplicaciones prácticas pasen al primer plano, desencadenando una cascada de descubrimientos a los que asociamos los nombres de Davy, Ampère, Oersted, Arago, Ohm, Henry, Wheatstone, Weber, y otros muchos, sin olvidar a los dos principales, ambos británicos: El primero es Michael Faraday (1791‑1867), a quien debemos el desentrañamiento de las relaciones entre la electricidad y el magnetismo, que ha hecho posible el suministro generalizado de corriente eléctrica sin el que la vida moderna sería muy diferente de lo que es. El segundo es James Clerck Maxwell (1831‑1879), que dio base teórica a dichas relaciones, unificando los campos eléctrico y magnético mediante un conjunto elegantísimo de ecuaciones vectoriales en derivadas parciales (las ecuaciones de Maxwell) con las que se anticipó a la eterna búsqueda de teorías físicas unificadas, propia del siglo XX, un objetivo que no ha sido alcanzado por completo.

 

Una vez que Maxwell demostró la existencia de ondas electromagnéticas y afirmó que la luz es una de ellas, no se tardó mucho en encontrar otras. Primero se extendió el espectro por la zona baja (las de frecuencia más pequeña) con las ondas de radio, descubiertas por Heinrich Rudolf Hertz (1857‑1894). Un año después de la muerte de éste, en 1895, Wilhelm Conrad von Roentgen (1845‑1923) extendía también la parte superior del espectro electromagnético (las ondas de frecuencia más elevada) con el descubrimiento de los rayos X. En 1897, Joseph John Thomson descubría el electrón. Y en 1898 Pierre Curie (1859‑1906), estudiando las emisiones del radio, detectó la presencia de una radiación desconocida, que fue bautizada por Ernest Rutherford con el nombre de rayos gamma y resultó tener un margen de frecuencias aun más alto que el de los rayos X.

 

Los rayos X destaparon una caja de Pandora que desencadenó una avalancha de descubrimientos. Primero fue Antoine Henri Becquerel (1852‑1908), quien en 1896 descubrió que los minerales de uranio producían radiaciones espontáneas desconocidas capaces de atravesar el papel y velar las placas fotográficas. Marie Curie (1867‑1934) las bautizó con el nombre de radiactividad y se dedicó a investigarlas con ayuda de su marido, hasta descubrir en 1898 dos elementos nuevos: el polonio y el radio. El estudio de la radiactividad condujo, ya en el siglo XX, al desentrañamiento de la estructura del átomo y de las partículas que lo componen, cuyo número no ha hecho más que aumentar.

 

Otros campos de la Física que también deben su auge actual a descubrimientos pioneros realizados durante la última década del siglo pasado son la superconductividad, descubierta en 1911 por Heike Kammerlingh‑Onnes (1853‑1926) como consecuencia de sus investigaciones sobre los efectos de las temperaturas muy bajas sobre la materia, realizadas en el laboratorio de Criogenia de la universidad de Leiden, que él mismo fundó en 1894. Y la teoría especial de la Relatividad, que Einstein formuló en 1905, pero que se apoyaba en el resultado negativo de un experimento realizado en 1887 por Albert Abraham Michelson y Edward Williams Morley, que trataron de medir el efecto del movimiento de la Tierra sobre la velocidad de la luz y llegaron a la conclusión sorprendente de que dicho efecto es nulo, y que la luz no se ve afectada, como cualquier otro móvil, por el desplazamiento del instrumento de medida. Esto impulsó a Einstein a formular el famoso postulado de la constancia de la velocidad de la luz, del que pueden deducirse las fórmulas de la Relatividad especial, descubiertas por Hendrik Antoon Lorentz entre 1895 y 1904. La Relatividad fue la segunda gran revolución de la Física del siglo XX, pues corregía la Mecánica clásica de Newton, que parecía inamovible desde hacía más de doscientos años, y la convirtió en una aproximación de una teoría mucho más exacta.

 

1.3. La Astronomía

 

El descubrimiento astronómico más importante del siglo XIX fue, sin lugar a dudas, el del planeta Neptuno, que se ha convertido con justicia en uno de los triunfos paradigmáticos de la ciencia teórica.

 

Hacia 1845, la teoría de la gravitación universal de Newton estaba a punto de cumplir 180 años. Hasta entonces, su aplicación a los movimientos del sistema solar había conocido bastantes éxitos, pero quedaban algunos cabos sueltos. Uno de ellos, relativamente reciente, se remontaba al descubrimiento de Urano, el primer planeta de los tiempos modernos, desconocido en la antigüedad, que había sido localizado por William Herschel en 1781. Sesenta y cuatro años después, su órbita se conocía con la precisión suficiente para detectar ciertas discrepancias con las predicciones de la teoría de Newton.

 

Había dos posibilidades: o bien esta teoría no era bastante exacta, o bien existía algún otro astro desconocido que perturbaba la órbita de Urano. Un joven astrónomo británico, John Couch Adams (1819‑1892) se inclinó por la segunda conclusión y calculó teóricamente dónde tendría que estar ese astro para producir las perturbaciones observadas. En septiembre de 1845, cuando tenía 26 años de edad, envió sus cálculos a James Challis, director del observatorio de Cambridge, sugiriéndole que se buscara el nuevo planeta en la posición calculada, pero Challis no dio importancia al trabajo de Adams y no se molestó en comprobarlo.

 

Un par de meses más tarde, otro hombre llegó a las mismas conclusiones que Adams, pero en este caso no se trataba de un joven, sino de un astrónomo profesional bien establecido: el francés Urbain Jean Joseph Le Verrier (1811‑1877). En 1846, Le Verrier envió sus datos al astrónomo alemán Johann Gottfried Galle, del observatorio de Berlín, pidiéndole que buscara el planeta desconocido en cierta zona del cielo. El 23 de septiembre, después de sólo una hora de búsqueda, Galle lo encontró a un grado de distancia del punto indicado por Le Verrier. El éxito fue espectacular: la teoría de Newton se consideró definitivamente confirmada y Le Verrier se convirtió en el astrónomo más famoso de su época. En cuanto a Adams, se reconoció tardíamente su esfuerzo y los británicos le atribuyeron una parte de la gloria del hallazgo de Neptuno, aunque oficialmente la primacía científica fue asignada a Le Verrier, que había sido el primero en publicar. En 1861, en una muestra de justicia poética, John Couch Adams fue nombrado director del mismo observatorio de Cambridge cuyo director había rechazado sus trabajos dieciséis años antes.

 

Es curioso que, poco después del gran descubrimiento de Neptuno, el propio Le Verrier se metiera en un callejón sin salida con otro de los cabos sueltos de la teoría de la gravitación universal. La órbita del planeta Mercurio también presentaba algunas discrepancias con los cálculos teóricos, y Le Verrier quiso apuntarse un segundo éxito en las mismas líneas que el primero. En 1855 propuso la existencia de un planeta desconocido entre Mercurio y el Sol, e incluso le dio el nombre de Vulcano, cuando Lescarbault anunció haberlo localizado, pero el hallazgo no se confirmó. Después de varias falsas alarmas, Vulcano eludió todos los esfuerzos de los astrónomos y, a medida que la precisión de los instrumentos mejoraba, hubo que llegar a la conclusión de que dicho planeta hipotético no existía. La cuestión quedó en suspenso hasta 1916, cuando Albert Einstein propuso la teoría general de la Relatividad, que corregía la mecánica de Newton y explicaba las anomalías de la órbita de Mercurio. Así que, en este caso, de las dos explicaciones posibles, la primera resultó ser la correcta, y poco después de su gran éxito la teoría de la gravitación universal de Newton experimentó su primer gran fracaso.

 

Esta historia demuestra que las frecuentes acusaciones contra el conservadurismo del establecimiento científico son totalmente infundadas. Los científicos no se aferran a sus teorías contra viento y marea, aunque ciertamente procuran eliminar todas las demás posibilidades antes de renunciar a ellas, sustituyéndolas por otras o introduciendo correcciones. Dichas acusaciones suelen proceder de los defensores de seudociencias como la parasicología, la astrología, la ufología y algunas medicinas alternativas. En muchas de estas disciplinas, las afirmaciones propuestas son rechazadas correctamente, pues les falta el criterio fundamental que las convertiría en tesis científicas: es imposible demostrar su falsedad.

 

Volviendo a la Astronomía del XIX, es curioso constatar que el planeta Vulcano ha reaparecido en la segunda mitad del siglo XX, aunque en una obra de ficción. Durante los años sesenta se hizo famosa la serie de televisión Star Trek, que en los Estados Unidos tiene aún miles de seguidores aficionados. Uno de los personajes más conocidos de esta serie, el señor Spock, el de las largas orejas, afirma ser natural del planeta Vulcano, ignorando, al parecer, que su lugar de origen nunca existió.

 

Durante la última década del siglo XIX, la que ocupa nuestro interés en este artículo, el centro de la escena astronómica estaba ocupado por el planeta Marte. Todo había empezado en 1877, cuando el astrónomo italiano Giovanni Virginio Schiaparelli creyó observar en la superficie de este planeta unas líneas muy finas a las que dio el nombre de canales (canali, en italiano). Al igual que en castellano, esta palabra no tiene connotaciones de artificialidad y se aplica también a ciertos curso de agua de origen natural. En inglés, sin embargo, existen dos términos diferentes: canal, que se aplica exclusivamente a construcciones artificiales de transporte de agua, y channel (canal natural). Los traductores de Schiaparelli, confundidos por el parecido de canal con canali, utilizaron la primera palabra para traducir la segunda, dando lugar a una confusión: la idea de que se había descubierto que Marte estaba habitado por seres inteligentes, junto con la leyenda de que dichos seres se habían visto forzados a construir canales artificiales gigantescos para distribuir el agua en un mundo progresivamente seco, amenazado por una muerte horrible. Los escritores del nuevo género literario de la ciencia‑ficción se apoderaron rápidamente de esta idea, que dio lugar a obras tan espectaculares como La guerra de los mundos de H.G.Wells (publicada precisamente en 1898), la serie de novelas marcianas de Edgar Rice Burroughs o las Crónicas marcianas de Ray Bradbury.

 

Desgraciadamente, algunos astrónomos profesionales se lo tomaron en serio. El más importante fue Percival Lowell (1855‑1916), que en 1893 había fundado el observatorio de Flagstaff, Arizona. Durante quince años, Lowell observó Marte infatigablemente y dibujó mapas cada vez más detallados de los canales (llegó a observar unos 500). Sin embargo, otros astrónomos no conseguían verlos. La controversia duró casi un siglo, hasta que en 1965 la cápsula espacial estadounidense Mariner 4 fotografió la superficie de Marte y demostró que los supuestos canales artificiales eran pura imaginación.

 

Aunque Lowell fracasara en su investigación de Marte, tuvo más éxito en otra empresa: en 1905 anunció la existencia de un planeta más allá de Neptuno, para explicar las anomalías que aún quedaban en la órbita de Urano, e instituyó en su observatorio una búsqueda de muchos años, que se alargó más allá de su muerte, y que por fin terminó felizmente cuando en 1930 Clyde Tombaugh, que trabajaba en Flagstaff, descubrió Plutón.

 

1.4. La Química

 

La ciencia Química nació en el siglo XVIII como resultado de la evolución de la Alquimia medieval y renacentista, que a menudo había buscado objetivos ilusorios (como la piedra filosofal, el elixir de la eterna juventud, la panacea capaz de curar todas las enfermedades o la tranformación del plomo en oro), o poco relacionados con la ciencia (como la perfección espiritual del alquimista).

 

Hasta bien entrado el siglo XIX, la investigación se centró principalmente en la Química inorgánica. Los grandes hallazgos de la época fueron el abandono de la teoría clásica de los cuatro elementos, que se remonta a los orígenes de la civilización helénica, la teoría de la oxidación de Lavoisier, a quien se considera con justicia el verdadero fundador de la Química moderna, y la teoría atómica de Dalton. En particular, la nueva definición de elemento químico, como toda sustancia compuesta por átomos de la misma clase, provocó una carrera hacia el descubrimiento de elementos nuevos que se prolongó durante todo el siglo XIX y gran parte del veinte. En este campo destacan los nombres de Humphry Davy (descubridor del sodio, potasio, calcio, magnesio, estroncio, bario y boro, que también reconoció como elementos al cloro, flúor y aluminio) y Jöns Jakob Berzelius, que descubrió el cerio, el selenio y el torio, aisló por primera vez el silicio y el zirconio y participó en el descubrimiento del calcio.

 

Durante la última década del siglo XIX, la noticia científica en el campo de la Química inorgánica fue el descubrimiento de los gases nobles. En 1894, William Ramsay y Lord Rayleigh obtuvieron el argón. En 1896, Ramsay detectó el helio en un mineral de uranio, la cleveíta (este elemento había sido localizado en el espectro solar en 1868), y en 1898 aisló el neón, el criptón y el xenón.

 

Pero el XIX fue, por excelencia, el siglo de la Química orgánica. Hasta que Friedrich Wöhler sintetizó la urea en 1828, se había creído que las sustancias derivadas del carbono sólo podían obtenerse de los seres vivos. Su éxito supuso una revelación y abrió un campo totalmente nuevo en el que destacaron figuras como los alemanes Justus von Liebig, August von Hofmann y Friedrich Kekulé, que descubrió la estructura cíclica del benceno.

 

Hacia finales del siglo XIX surgió una rama nueva de la Química orgánica, que se dedicó especialmente al estudio de las sustancias de que se componen o que utilizan los seres vivos: la Bioquímica. Dos nombres tienen singular relieve: Emil Fischer (1852‑1919) estudió los azúcares y los ácidos nucleicos, mientras Albrecht Kossel (1853‑1927) analizó a fondo los segundos, que llegarían a ocupar el centro de la escena a partir de mediados del siglo XX. Ambos investigadores recibieron el premio Nobel como recompensa por sus trabajos: Fischer el de Química, en 1902, y Kossel el de Fisiología y Medicina, en 1910.

 

En cuanto a la Química teórica, experimentó un gran avance por esa época, impulsada por nombres tan importantes com Svante Arrhenius (autor de la teoría de la disociación electrolítica), Jacobus van't Hoff (iniciador de la Dinámica química) y Friedrich Wilhelm Ostwald, a quien se considera uno de los padres de la Química‑Física.

 

1.5. La Geología

 

A finales del siglo XIX, la Geología se distingue de las demás ciencias porque no tuvo lugar en ella ninguna revolución importante. Quedan atrás los tiempos, de principios de siglo, en que James Hutton y Charles Lyell dieron nuevas bases a la comprensión de los fenómenos geodinámicos que rigen la evolución de las estructuras terrestres (montañas, valles, continentes y estratos). Los nombres más importantes hacia 1898 eran los de William Morris Davis, experto en Meteorología y Geodinámica externa, y Eduard Suess, que abrió el camino hacia la teoría de Alfred Wegener de la deriva continental, que resucitará hacia 1970 en la moderna teoría de la Tectónica de Placas.

 

1.6. La Biología

 

La Biología, en cambio, conoció numerosos avances importantísimos durante el siglo pasado. Cuando Charles Darwin publicó El origen de las especies por medio de la selección natural, el 24 de noviembre de 1859, no hizo más que proponer numerosos argumentos y un mecanismo plausible para una idea que ya estaba latente en la obra de su abuelo, Erasmus Darwin, y en la de Jean Baptiste Lamarck. Ni siquiera el principio de la selección natural era totalmente suyo, pues se le había ocurrido independientemente a Alfred Russel Wallace, aunque éste lo tenía mucho menos elaborado. Todo esto explica la rapidez con que la teoría de la evolución fue aceptada por muchos biólogos de la época (las controversias les enfrentaron, no sólo con sus colegas, sino especialmente con los miembros de otras profesiones no científicas). Sin embargo, quedaban algunas dudas respecto a los mecanismos que hacen posible la evolución: ¿Cómo se producen las variaciones aleatorias sobre las que actúa la selección natural? ¿Cómo se heredan dichas variaciones?

 

Hacia 1866, uno de los más acérrimos defensores de la teoría de la evolución, el biólogo suizo Karl Wilhelm von Nägeli, buscaba infructuosamente dichos mecanismos. Algunas de sus ideas fueron acertadas, como la previsión de que las variaciones aleatorias deberían ser bruscas. Otras resultaron menos satisfactorias, como su teoría de la existencia de una fuerza vital o impulso interior misterioso, que llamó ortogénesis, que empujaría a las generaciones de los seres vivos a modificarse en una dirección determinada. La ortogénesis se convirtió en un callejón sin salida que, ya en el siglo XX, arrastraría a algunos biólogos y filósofos famosos, como Henri Bergson y Pierre Teilhard de Chardin.

 

Resulta irónico pensar que von Nägeli tuvo ante los ojos la solución al problema que le ocupó durante tanto tiempo y no supo verla. En ese año de 1866, el fraile agustino austriaco Gregor Mendel (1822‑1884) publicó los resultados de sus experimentos con guisantes en el jardín del monasterio de Königskloster, cerca de Brünn (hoy Brno, en la República Checa). Dichos experimentos le permitieron deducir las tres leyes fundamentales de la herencia, que proporcionaban a los evolucionistas los mecanismos que andaban buscando. Mendel publicó su artículo en la revista de la Sociedad de Ciencias Naturales de Brünn, de muy escasa difusión, pero le envió una copia a von Nägeli, quien no supo reconocer su importancia. En 1868, cuando Mendel fue nombrado abad del monasterio, abandonó la experimentación biológica. Durante 34 años, nadie volvió a ocuparse de su descubrimiento, que probablemente se adelantó a su época.

 

Pero los avances científicos no pueden permanecer ignorados indefinidamente. Las ideas están en el ambiente, lo que explica que a menudo se produzcan descubrimientos simultáneos y luchas por la prioridad. En el año 1900, muertos ya Mendel y von Nägeli, tres hombres volvieron a deducir independientemente las leyes de la herencia: el holandés Hugo de Vries, el alemán Carl Erich Correns y el austriaco Erich Tschermack von Seysenegg. Los tres buscaron en la literatura científica anterior, los tres encontraron el artículo de Mendel, que había permanecido enterrado durante un tercio de siglo, y los tres, en un ejemplo de honradez científica, reconocieron la prioridad del fraile agustino, atribuyéndole la paternidad del descubrimiento. Pocos años después, el biólogo norteamericano Thomas Hunt Morgan, padre de la Genética experimental moderna, encontraba la explicación de las leyes de Mendel.

 

Además de volver a deducir las leyes de la herencia, Hugo de Vries proporcionó al evolucionismo la otra base que le faltaba, con el descubrimiento de las mutaciones, las variaciones bruscas previstas por von Nägeli. La solución de ambos problemas abrió el camino para la aceptación generalizada de la evolución biológica en los medios científicos, que tuvo lugar durante la primera mitad del siglo XX. Como colofón de esta tendencia, el 12 de agosto de 1950, en la encíclica Humani generis (nr. 36), el papa Pío XII declaraba aceptable la discusión científica sobre el evolucionismo, en cuanto inquiere sobre el origen del cuerpo humano a partir de materia pre‑existente y viva ‑ porque la fe católica nos obliga a afirmar que el alma es creada inmediatamente por Dios. Hoy sólo algunos grupos fundamentalistas protestantes, principalmente en América, se oponen encarnizadamente al evolucionismo por razones totalmente desvinculadas de la ciencia.

 

La teoría de la evolución fue también la fuerza impulsora detrás de uno de los descubrimientos biológicos más importantes de finales del siglo XIX, que se encuadra en la ciencia de la Paleontología, parte de la Biología que estudia los seres vivos extinguidos que han llegado hasta nosotros en forma de fósiles. Ernst Heinrich Haeckel, uno de los más acérrimos defensores de la teoría de Darwin (quien apenas participó en las polémicas), construyó un árbol genealógico de la evolución de los seres vivos, desde los unicelulares hasta el hombre. En algunos casos, en los que el registro fósil descubierto hasta entonces contenía lagunas, Haeckel introdujo los eslabones perdidos que le parecieron adecuados. A uno de éstos, justamente anterior al hombre, e intermedio entre éste y los monos antropoides, le dio el nombre de Pithecanthropus (término de origen griego que significa hombre‑mono).

 

En 1887, el médico holandés Marie Eugène Dubois partió hacia las colonias holandesas de Indonesia, decidido a encontrar el eslabón perdido. En 1891 descubrió en Trinil, en la isla de Java, un molar y una bóveda craneana, a los que en 1892 se añadió un fémur. Todos estos huesos pertenecían claramente a un primate de características humanoides primitivas. En 1894 publicó su descubrimiento y le asignó el nombre de Pithecanthropus erectus, con lo que implícitamente afirmaba su convicción de que se trataba del eslabón perdido. A este hallazgo siguieron otros muchos, lo que ha llevado a la situación actual, que distingue al menos tres especies de seres humanos: Homo habilis (que vivió hace unos dos millones de años), Homo erectus (que incluye al viejo Pithecanthropus) y Homo sapiens (que comprende a las razas de Neanderthal y al hombre actual).

 

Otra de las figuras más grandes de la Biología de todos los tiempos vivió también en el siglo XIX y murió poco antes del año clave de 1898. Se trata de Louis Pasteur (1822‑1895). Entre sus hallazgos científicos, demasiado numerosos para citarlos aquí, destaca la demostración rigurosa de la imposibilidad de la generación espontánea, una doctrina que, a pesar de algunos reveses parciales, se había mantenido incólume desde la más remota antigüedad. Los experimentos de Pasteur abrieron camino a su propia teoría germinal de las enfermedades, que explicó el origen de estas plagas e hizo posible la revolución médica de finales del siglo pasado, de la que hablaremos dentro de un momento.

 

Hacia 1898, Iván Petrovich Pavlov estaba realizando sus famosos experimentos con perros, que en 1903 le llevaron a anunciar el descubrimiento del reflejo condicionado durante el XIV Congreso Internacional de Medicina, celebrado en Madrid, lo que demuestra el alto nivel alcanzado por la Medicina española de fin de siglo, como tendremos ocasión de comentar. Este logro científico convirtió a Pavlov en el padre de la Psicología Objetiva, que utiliza medidas cuantitativas de fenómenos físicos (como la secreción de saliva) para deducir fenómenos mentales.

 

Otra ciencia biológica que conoció importantes avances hacia finales del siglo pasado fue la Citología, que estudia la célula viva, su comportamiento y sus orgánulos componentes. La figura fundamental en este campo fue Camillo Golgi (1844‑1926), que dedicó la mayor parte de sus esfuerzos al estudio del sistema nervioso, abriendo camino a los descubrimientos de Ramón y Cajal. En 1883, Golgi descubrió en el citoplasma de las células nerviosas un orgánulo especial, formado por fibras, gránulos y cavidades, al que se ha dado el nombre de aparato de Golgi. Durante mucho tiempo se dudó de su existencia real, que fue confirmada en la década de 1940 por George Palade, con ayuda del microscopio electrónico. Posteriormente, Golgi se dedicó al estudio de la malaria y realizó diversos descubrimientos sobre el ciclo vital de su agente causante, el protozoo Plasmodium.

 

1.7. La Medicina

 

La revolución médica que ha prolongado extraordinariamente la duración media de la vida humana, provocando indirectamente la explosión de la población mundial que aún sufrimos, se apoya en cuatro bases fundamentales, tres de las cuales tuvieron su origen en las últimas décadas del siglo XIX. Dichas bases son las siguientes: la asepsia, las vacunas, la quimioterapia y los antibióticos. Todas ellas son consecuencia, de algún modo, de la teoría germinal de las enfermedades de Louis Pasteur.

 

Una de las principales causas de muerte era la septicemia, también llamada enfermedad del hospital, que a menudo propagaban los propios médicos, por falta de higiene. Los pioneros de la asepsia, el austro-húngaro Ignaz Semmelweiss y el británico Joseph Lister, tuvieron que luchar contra la incomprensión de sus colegas. El primero, que defendía la limpieza durante la asistencia al parto y consiguió reducir la tasa de mortalidad del 18 al 1 por ciento, se vio sumergido en una controversia que acabó afectando su razón, y murió en un hospital mental a consecuencia de la infección de una herida que se hizo en la mano durante una operación, como si la enfermedad contra la que tanto había luchado le hubiese vencido al fin. Lister, en cambio, tuvo más suerte: Se apoyó directamente en los descubrimientos de Pasteur para defender la limpieza de las manos e instrumentos de los cirujanos, el uso del fenol como antiséptico y la protección de las heridas mediante vendas y algodones. Aunque no se vio libre de polémica, fue testigo del triunfo de sus ideas: en 1897 se le concedió el título de barón, y en 1902 fue uno de los primeros en recibir la Orden Británica del Mérito.

 

El propio Pasteur fue el iniciador de la revolución de las vacunas como protección de las grandes epidemias infecciosas que habían diezmado la humanidad durante siglos. Aunque Edward Jenner se le había adelantado en un siglo con la vacuna de la viruela, Pasteur fue el primero en crear vacunas artificiales debilitando a los microorganismos causantes de la enfermedad. En 1881 obtuvo la del carbunco, y en 1885 la de la rabia, uno de los éxitos científicos más resonantes de todos los tiempos. A partir de ahí, los descubrimientos se sucedieron vertiginosamente: Jaime Ferrán preparó una vacuna contra el cólera en 1884; Emil Adolf von Behring obtuvo el suero antidiftérico (1892) y, en colaboración con el japonés Sibasaburo Kitasato, el antitetánico; Calmette y Guerin la vacuna antituberculosa (1921). Son sólo angunos ejemplos, entre tantos otros.

 

En cuanto a la quimioterapia, se remonta a los métodos de Robert Koch, el descubridor de los organismos causantes del ántrax, la tuberculosis, el cólera, la disentería amebiana y la conjuntivitis. Para combatir las enfermedades, ideó un método de búsqueda de sustancias activas, basado en pruebas exhaustivas de los efectos de diversas sustancias químicas sobre animales de experimentación, que se ha aplicado con éxito durante la mayor parte del siglo XX, y sólo recientemente ha sido sustituido por métodos menos aleatorios, basados en consideraciones teóricas. Entre sus discípulos destaca Paul Ehrlich, que en 1897 formuló la teoría de las cadenas laterales de la inmunidad, precursora de la de los antígenos y anticuerpos, actualmente en vigor, que le valió el premio Nobel en 1908. Aplicando los métodos de Koch, Ehrlich investigó los efectos de los derivados de la anilina sobre diversas enfermedades, descubriendo el salvarsán, el primer medicamento quimioterapéutico. Otro de los discípulos de Koch, Christiaan Eijman, abrió el camino para el descubrimiento de las vitaminas (realizado por Casimir Funk en 1911) al detectar en 1891 que ciertas enfermedades, como el beriberi, pueden corregirse con una dieta adecuada.

 

En una línea muy diferente, el estudio de las enfermedades mentales dio pasos de gigante durante la segunda mitad del XIX, comenzando en los experimentos de Jean Martin Charcot en La Salpêtrière, y culminando en los trabajos de su discípulo, Sigmund Freud (1856‑1939), que formuló la teoría del Psicoanálisis en los últimos años del siglo.

 

Finalmente, no debemos olvidar los grandes avances de la tecnología médica, como el electrocardiógrafo, inventado en 1903 por el holandés Willem Einthoven, que le valió la concesión del premio Nobel de Fisiología y Medicina de 1924.

 

1.8. La Tecnología

 

La figura más espectacular de finales del siglo XIX en el campo de la invención tecnológica fue, sin duda alguna, el estadounidense Thomas Alba Edison (1847‑1931), que alguna vez se jactó de producir un invento pequeño cada diez días y uno grande cada seis meses. Entre sus 1097 patentes destacan el telégrafo cuádruplex (1974); el micrófono de carbón, que mejoró el teléfono de Graham Bell; el fonógrafo (1877); una máquina de dictar; el kinetoscopio (1889); las baterías alcalinas y, sobre todo, la luz eléctrica. Su único descubrimiento científico propiamente dicho fue el efecto termoeléctrico, o efecto Edison (1883), que se convirtió años después en la base de las válvulas electrónicas de vacío, componentes fundamentales de los circuitos electrónicos durante la primera mitad del siglo XX.

 

La revolución en las comunicaciones iniciada por Edison y Graham Bell fue completada por Guglielmo Marconi (1874‑1937), que utilizó las ondas descubiertas por Heinrich Hertz para construir el primer transmisor de telegrafía sin hilos (1895), que pronto se transformó en la radio. También la televisión se remonta al tubo de rayos catódicos inventado por William Crookes, que permitió a Roentgen descubrir los rayos X.

 

El cinematógrafo de los hermanos August y Louis Lumière deriva del kinetoscopio de Edison y fue el primero aplicable en la práctica entre muchos intentos casi contemporáneos de diversos inventores. En 1895 Louis Lumière patentó un dispositivo capaz de proyectar 16 imágenes por segundo. La primera película (Llegada de un tren) se proyectó en el Gran Café de París el 28 de diciembre de ese año. Poco después surgía una enorme industria del espectáculo y la diversión, y hacía su aparición el séptimo arte.

 

La revolución en la locomoción humana que sustituyó a los medios de tiro basados en animales por otros movidos por máquinas, que había comenzado con el uso de la fuerza expansiva del vapor de agua en el ferrocarril de Stephenson, se prolongó a finales del siglo XIX con los primeros vehículos movidos por motores de gasolina, que dio lugar en poco tiempo a la enorme proliferación del automóvil propia del siglo XX. Nikolaus Otto, con el motor de cuatro tiempos (1876); Gottlieb Daimler con el motor de combustión interna de alta velocidad (1883) y Karl Benz, con el primer automóvil práctico (1885) fueron estableciendo hitos en esa dirección. Por otra parte, la navegación aérea también se forjó durante esos años, con varios caminos explorados simultáneamente por Otto Lilienthal (con sus planeadores de alas curvas, que le llevaron a la muerte en 1896), el conde von Zeppelin (cuyo primer globo dirigible voló el 2 de julio de 1900), y los hermanos Wright, que consiguieron pilotar la primera máquina voladora más pesada que el aire el 17 de diciembre de 1903. Incluso la navegación espacial se remonta a esta época, con los trabajos pioneros del ruso Konstantin Eduardovich Tsiolkovsky, que inventó un túnel de viento (1892) y realizó estudios y experimentos sobre cohetes, por lo que se le considera el padre de la astronáutica.

 

Entre la multitud de inventos de finales del siglo XIX debemos citar los explosivos controlados de Alfred Nobel (1833‑1896), que le permitieron ganar el dinero suficiente para instaurar los premios que llevan su nombre, que tanto han contribuido como incentivos para el avance de la ciencia durante el siglo XX; el carborundo, material artificial de dureza poco inferior a la del diamante, obtenido en 1891 por Edward Acheson, antiguo colaborador de Edison; el papel fotográfico Velox, el primero sensible a la luz artificial, inventado en 1889 por Leo Baekeland, el mismo que en 1909 creó el primer plástico industrial, la baquelita; y el método electrolítico para la obtención del aluminio, descubierto simultánea e independientemente por dos hombres, Charles Martin Hall y Paul Heroult (1886), que redujo el precio de fabricación de este metal, uno de los más abundantes en la corteza terrestre, desde el nivel del oro (Napoleón III utilizaba cubiertos de aluminio como signo de riqueza) hasta ponerlo al alcance de todas las fortunas.

 

Incluso las computadoras encuentran sus precursores en los años finales del XIX. En 1884, Herman Hollerith patentaba su primera máquina tabuladora, que hizo posible la realización del censo de 1890 en los Estados Unidos, gracias a un sistema de proceso automático de datos que utilizaba tarjetas perforadas de acuerdo con un código inventado por él (el código Hollerith). La empresa que fundó para fabricarlas (Tabulating Machines) se fusionó en 1910 con otras dos para formar la compañía CTR (Computing‑Tabulating‑Recording), que en 1924 cambió su nombre a International Business Machines (IBM).

 

2. Submarinos españoles del siglo XIX

 

Narcis Monturiol i Estarriol (Figueres, Girona, 1819‑Sant Martí de Provençals, 1885) e Isaac Peral y Caballero (Cartagena, 1851‑Berlín, 1895) murieron antes de 1898, pero es interesante considerar su caso, porque proporciona un ejemplo desgraciadamente significativo de la actitud oficial de desprecio o desinterés hacia la ciencia, que dominó durante tanto tiempo la Administración española, responsable hasta cierto punto de nuestro atraso científico secular, y que tradicionalmente se ha expresado con las desafortunadas palabras de Unamuno: ¡Que inventen ellos!

 

Digo que es responsable sólo hasta cierto punto, porque el desinterés oficial no ha sido exclusivo de España, también otros países lo han conocido. Pero, en algunos casos, la iniciativa individual de los científicos ha sido capaz de contrarrestarlo, realizando aportes significativos a pesar de la falta de protección, e incluso, a veces, de la oposición abierta. Esto ha sucedido también en nuestro país, donde la impresionante floración de científicos de finales del siglo pasado surgió casi siempre a contrapelo de la ayuda oficial, que en general llegó tarde, después de su reconocimiento exterior, y en algunos casos no llegó nunca y forzó a algunos nombres importantes a buscar salida en el extranjero.

 

La historia de la navegación submarina es muy antigua y ha conocido innumerables intentos que no llegaron a la práctica, atribuidos a nombres tan espectaculares como Leonardo da Vinci, Leibniz o Robert Fulton, el primero en utilizar de forma práctica barcos movidos por vapor.

 

En 1849, mientras Monturiol estaba en Cadaqués, concibió la idea de construir un buque submarino que facilitara la recogida del coral y disminuyera los peligros que corrían los profesionales de este oficio. Inicialmente, sin embargo, tuvo que embarcarse en la tarea sin apoyo oficial de ningún tipo, viéndose obligado a recurrir a la ayuda económica de sus amigos, que fue suficiente para construir el primer modelo, al que llamó Ictíneo, nombre derivado de la palabra griega Ijzys (pez).

 

El Ictíneo, el primer vehículo submarino español, era relativamente primitivo: propulsado por la fuerza física de sus tripulantes, tenía doble casco, depósitos de hidrógeno y de oxígeno, y mecanismos para pescar coral. En el verano de 1859 se realizaron las primeras pruebas en el puerto de Barcelona, repitiéndose un año después en el mismo lugar, y de nuevo en Alicante el 7 de marzo de 1861, en presencia de una delegación técnica enviada por el Gobierno. En total realizó más de 50 pruebas, con una duración máxima de seis horas.

 

El éxito de la empresa movió a Monturiol a abordar la construcción de un segundo buque submarino, más perfeccionado, para lo que contaba con la ayuda del Gobierno, que parecía interesado por el proyecto y le prometió apoyo, operarios y materiales. Sin embargo, la promesa no llegó a cumplirse, y el inventor se vio obligado a actuar por sus propios medios. Afortunadamente, sus experimentos le habían proporcionado fama, su nombre se había hecho popular, y una suscripción pública le permitió recaudar unas trescientas mil pesetas con las que en 1864 montó su propia compañía.

 

El segundo Ictíneo, terminado en 1866, pesaba 46 toneladas, medía 14 metros de eslora y se movía gracias a una hélice propulsada por una máquina de vapor. El submarino no era del todo práctico, pero con un poco de ayuda oficial habría podido desarrollarse en la dirección adecuada. Lamentablemente, dicha ayuda faltó por completo, a pesar de las nueve memorias que Monturiol presentó, describiendo su vehículo. El interés del público fue decayendo, el submarino cayó en el olvido, la empresa se quedó sin medios, y Monturiol se vio obligado a vender el segundo Ictíneo como chatarra para pagar las deudas. Desanimado, el inventor abandonó sus esfuerzos y se dedicó a la política (fue diputado con la primera República) y ocupó diversos cargos administrativos hasta su muerte en 1885.

 

El caso de Isaac Peral no es muy diferente. Marino de profesión desde la niñez (ingresó en el Colegio Naval de Cádiz en 1865, cuando tenía trece años), en 1872 alcanzó el grado de alférez y en 1880 el de teniente de navío. Viajó por todos los mares, especialmente a Cuba y las islas Filipinas, participando en hechos de guerra. Una epidemia de cólera le obligó a regresar a España, donde fue profesor de Física y Química en la Escuela de Ampliación de Estudios de Marina en Cádiz.

 

En 1885, con ocasión del conflicto de las Carolinas con Alemania, Isaac Peral ofreció al Gobierno su diseño de un torpedero submarino concebido para la defensa de los puertos. El 23 de octubre de 1887 comenzaron las obras de construcción en el arsenal de la Carraca, botándose el 8 de septiembre de 1888. Tenía 21 metros de eslora y 2,74 de manga, y alcanzó una profundidad de 10 metros y una velocidad de 7,7 nudos en superficie y 3,5 en inmersión. Estaba propulsado por dos motores eléctricos y 613 acumuladores. Durante 1889 y 1890 se efectuaron diversas pruebas con resultado bastante favorable. Es cierto que se detectaron algunos defectos, pero no eran graves y habrían podido ser subsanados en un segundo modelo. Aunque el éxito relativo despertó gran entusiasmo popular, los informes técnicos fueron desfavorables y el Ministerio de Marina se negó a continuar con el proyecto. La decepción movió a Peral a abandonar la Marina. En 1891 obtuvo la licencia absoluta y se trasladó a Madrid, donde montó una fábrica de acumuladores. Murió prematuramente a los 44 años en Berlín, adonde se había trasladado para someterse a la operación de un tumor en la cabeza.

 

3. Científicos españoles del 98

 

La ciencia española conoció avances inusitados en los alrededores de 1898. Por primera vez en nuestra historia se puede hablar de escuelas, pues el número de practicantes de actividades científicas creció de forma espectacular. Los campos más cultivados fueron la Biología y la Medicina, aunque no faltaron nombres importantes en otras disciplinas, como la Astronomía, la Física y la Ingeniería.

 

3.1. Biólogos españoles del 98

 

Comenzaremos por la Biología, campo en el que destacan especialmente dos figuras: Ignacio Bolívar y Urrutia (Madrid, 1850‑Méjico, 1944) y Arturo Bofill i Poch (Barcelona, 1852‑Barcelona, 1929).

 

Es curioso observar que los científicos españoles de finales del siglo XIX parecen venir en parejas o en tríos. El fenómeno confirma las teorías del antropólogo norteamericano Alfred Louis Kroeber (1876‑1960), padre de la escritora Ursula LeGuin, quien afirmó que los genios no nacen solos, sino formando configuraciones agrupadas en el tiempo, y trató de demostrarlo en una obra monumental, Configurations of Culture Growth (1945). Hemos visto ya el caso de Monturiol y Peral, nuestros dos precursores del submarino. Lo mismo ocurre con los dos naturalistas del 98, que nacieron con dos años de diferencia y cuyas biografías presentan algunos paralelismos.

 

Bolívar estudió dos carreras en la Universidad de Madrid: la de Derecho, que nunca practicó, y la de Ciencias Naturales, a la que dedicó su vida. En 1875 obtuvo la plaza de profesor ayudante en la Universidad de Madrid, siendo nombrado catedrático en 1877. Fue director del Museo de Ciencias Naturales y del Jardín Botánico, consejero de Instrucción Pública, presidente de la Real Sociedad Española de Historia Natural y miembro de la Real Academia Española de la Lengua, nombramiento que se le concedió en 1930, cuando cumplió los ochenta años. En 1939 se trasladó a Méjico, donde murió.

 

Ignacio Bolívar trabajó en el campo de la Entomología, la parte de la Zoología que estudia los insectos, y se especializó en el estudio de los ortópteros de la fauna española. En su época, en este orden de insectos se clasificaban cucarachas, grillos, saltamontes, langostas, mantis, insectos palo e insectos hoja. Después se llegó a la conclusión de que el grupo era demasiado artificial y se le dividió en tres órdenes independientes: blatoideos (cucarachas), mantídeos (mantis, insectos palo e insectos hoja) y ortópteros (saltamontes, langostas y grillos).

 

Justamente en 1898, mientras trabajaba en su Catálogo sinóptico de los ortópteros de la fauna ibérica (publicado en 1900), Ignacio Bolívar recibió el nombramiento de miembro de la Real Academia de Ciencias. Por entonces era ya famoso, habiendo publicado anteriormente obras importantes, como Ortópteros de España nuevos o poco conocidos (1873) y Analecta orthopterologica (1878).

 

Como Bolívar, Arturo Bofill se dedicó al principio a estudios no científicos (Filosofía y Letras y Derecho, en su caso), pero sus gustos le llevaron a practicar la Geología y la Biología, especializándose en Malacología, la parte de la Zoología que estudia los moluscos. Durante su vida desempeñó cargos como los de director del Museo Martorell de Barcelona y secretario de la Real Academia de Ciencias. Sus estudios se dirigieron principalmente a la fauna catalana, como demuestran sus obras más conocidas, Catálogo de los moluscos testáceos terrestres del llano de Barcelona (1879), Moluscos fósiles del plioceno de Cataluña (1884‑1893), Nueva fauna malacológica (1897) y Fauna malacológica del Pirineu Catalá. Sin embargo, también practicó la geología, colaborando en el trazado de diversos mapas, y realizó viajes de investigación a Argelia y al mar Rojo.

 

3.2. La Medicina española en el 98

 

El caso de nuestros practicantes de la Medicina es aún más sorprendente. Los tres principales, entre los que se cuenta el científico español más importante de todos los tiempos, nacieron en el mismo año (1852) y cumplieron los 46 en 1898, por lo que en la época que nos ocupa se encontraban en la plenitud de su actividad. Sus nombres, puestos en orden alfabético, son: José Antonio Barraquer i Roviralta (Barcelona, 1852‑Barcelona, 1924), Jaime Ferrán i Clúa (Corbera de Ebro, cerca de Tortosa, 1852‑Barcelona, 1929), y Santiago Ramón y Cajal (Petilla de Aragón, Navarra, 1852‑Madrid, 1934).

 

José Antonio Barraquer pertenecía a una familia de médicos (su hermano era el neurólogo Luis Barraquer i Roviralta). Fue uno de los más destacados oftalmólogos de Europa y el fundador de la dinastía de oculistas y de la clínica oftálmica de Barcelona que lleva su nombre. Efectuó por primera vez la sutura en la extirpación de la catarata, operó a Eugenia de Montijo y realizó investigaciones relativas a la arteria cerebral y la oftálmica. Tanto en la dirección de su clínica como en la fama mundial de que gozó, le sucedieron su hijo Ignacio Barraquer i Barraquer (1884‑1965) y su nieto Joaquín Barraquer i Moner (1927).

 

Jaime Ferrán, a quien ya hemos citado, fue uno de los pioneros de la revolución de las vacunas, iniciada por Louis Pasteur, de quien Ferrán era admirador. En 1884 preparó una vacuna contra el cólera, que probó en sí mismo y con la que luchó, con muy pocos medios, contra la epidemia de Valencia en 1885. También preparó una vacuna antitífica (1887) y otra contra la tuberculosis, que llamó anti‑alfa. Además, se le debe un método intensivo de aplicación del tratamiento antirrábico de Pasteur y la introducción en España del suero antidiftérico de Behring.

 

Ferrán tuvo que luchar contra la incomprensión de sus colegas (Ramón y Cajal, entre ellos) hacia su actividad sanitaria, y contra los ataques de la comisión francesa Brouardel, que investigó sus trabajos con la vacuna anticolérica. También se le destituyó injustamente de la dirección del Laboratorio Microbiológico Municipal de Barcelona. Sin embargo, su labor fue reconocida poco a poco, y alcanzó gran reputación. Hoy lleva su nombre el Instituto de Microbiología. En 1915, Francia le concedió el premio Breant, en justa compensación de los ataques que había recibido. Entre sus obras destacan Memoria del parasitismo bacteriano, Etiología y profilaxis del cólera morbo asiático y Vacuna contra la tuberculosis.

 

Santiago Ramón y Cajal estudió en la Universidad de Zaragoza, donde obtuvo el título de Medicina en 1873. Ganó una plaza en Sanidad Militar y fue destinado a Cuba con el grado de capitán. De regreso a España, se doctoró en Madrid en 1877. En 1879 obtuvo el puesto de director de Museos Anatómicos de la Universidad de Zaragoza, y en 1883 el de catedrático de Anatomía en la de Valencia, donde se distinguió combatiendo la epidemia de cólera de 1885, durante la cuál se enfrentó a Jaime Ferrán. En 1887 obtuvo la cátedra de Histología en la Universidad de Barcelona, y en 1892 la de Histología y Anatomía Patológica en la de Madrid.

 

Partiendo de los experimentos de Camillo Golgi y sus procedimientos de tinción de células con nitrato de plata, Ramón y Cajal investigó las conexiones de las células nerviosas y trató de desarrollar técnicas que se aplicaran exclusivamente a las neuronas y los nervios, inventando un método de tinción basado en compuestos de oro. Esto le permitió obtener preparaciones microscópicas del tejido nervioso mucho más nítidas que las anteriormente existentes, con las que demostró que la neurona es el elemento fundamental de dicho tejido y realizó importantes descubrimientos sobre la estructura del cerebro, el cerebelo, la médula espinal, el bulbo raquídeo y los centros sensoriales, especialmente la retina.

 

En el Congreso Internacional de Medicina de Berlín, Ramón y Cajal consiguió atraer la atención de sus colegas extranjeros, ganándose admiradores incondicionales como el profesor Kölliker, que aprendió castellano para poder seguir sus publicaciones. A partir de entonces, su fama creció por momentos: En 1894 fue llamado a Londres para dar una conferencia. En 1895 fue elegido miembro de la Real Academia Española de Ciencias. En 1899 fue invitado a los Estados Unidos por la Universidad de Clark en Worcester, para desarrollar un curso de conferencias. En 1900 se le concedió el premio de Moscú. En 1902, el Gobierno español creó y puso bajo su dirección el Instituto Cajal de Investigaciones Biológicas, donde trabajó hasta su muerte. En 1906 compartió con Golgi el premio Nobel de Fisiología y Medicina, que se le concedió por sus descubrimientos sobre la estructura del sistema nervioso y el papel de la neurona. Finalmente, en 1952 se concedió a sus descendientes el título de marqués.

 

Ramón y Cajal fue un hombre polifacético, que descolló, no sólo en su profesión médica, sino también en la creación literaria en general, escribiendo obras como Recuerdos de mi vida (1922), Charlas de café (1931) Los tónicos de la voluntad, Cuentos de vacaciones y El mundo visto a los ochenta años (1932). Entre sus publicaciones profesionales destaca el Manual de Histología y técnica micrográfica (1889), Textura del sistema nervioso del hombre y de los vertebrados (1899‑1904), en dos volúmenes, y Estudios sobre degeneración y regeneración del sistema nervioso (1913‑14).

 

Además, y en esto constituye un caso casi aislado en la ciencia española, creó una escuela duradera, que se prolongó durante el siglo XX, a la que pertenecieron varios discípulos suyos que siguieron su estela en la investigación del sistema nervioso, como Antonio Caetano Egas Moniz (1874‑1955), neurocirujano portugués que obtuvo el premio Nobel en 1949, que en el prólogo de su Vida atribuyó sus conocimientos técnicos a Ramón y Cajal; Nicolás Achúcarro y Lund (1880‑1918), que se especializó en neuropatología y psiquiatría, estudiando la rabia, los tumores cerebrales y la enfermedad de Alzheimer; o Pío del Río Hortega (1883‑1945), que investigó la neuroglía, la epífisis o glándula pineal, y los tumores nerviosos. También atrajo a España a profesores extranjeros, deseosos de colaborar con él, entre los que destaca Howard Florey, famoso más tarde por el aislamiento de la pelicilina, que le ganó el premio Nobel de Fisiología y Medicina de 1945.

 

No podemos terminar este repaso a la Medicina española del 98 sin citar a José Goyanes Capdevila (Monforte de Lugo, 1876‑Santa Cruz de Tenerife, 1964), que se encontraba entonces en sus años de formación, y destacó, ya entrado el siglo XX, en el campo de la otorrinolaringología, especialmente en el estudio del cáncer de laringe, debiéndosele además diversas prácticas operatorias, como la ofrioplastia y la arterioplastia venosa, así como el método de anestesia arterial que lleva su nombre. También habían nacido ya, aunque aún eran unos niños, Hermenegildo Arruga Liró (1886‑1972), que se hizo famoso en el campo de la oftalmología y alcanzó prestigio en los procedimientos de extracción de cataratas. Gregorio Marañón y Posadillo (1887‑1960), que colaboró con Ehrlich en el descubrimiento del salvarsán y alcanzó gran fama en España, tanto por sus actividades profesionales como endocrinólogo clínico, como por las literarias, pues como Ramón y Cajal fue un buen ejemplo de esa combinación, el científico escritor, que quizá es más rara de lo que debería, a consecuencia de la dicotomía artificial que hemos llegado a provocar entre las dos ramas fundamentales del conocimiento: la científico‑técnica (ciencias) y la humanística (letras). Finalmente, Carlos Jiménez Díaz (1898‑1967), fundador del Instituto de Investigaciones Clínicas y Médicas y de la Fundación que lleva su nombre, en la clínica de la Concepción de Madrid.

 

3.3. La Tecnología española en el 98

 

El año de 1852 fue extremadamente favorable para la ciencia española. Además de los tres médicos citados y de Arturo Bofill, en ese mismo año nació un quinto científico importante, el ingeniero, matemático e inventor Leonardo Torres Quevedo (Santa Cruz de Iguña, Santander, 1852‑Madrid, 1936). En 1876 terminó en Madrid la carrera de ingeniero de caminos y comenzó una larga serie de inventos que, aunque no tan espectaculares como los de Edison, le ganaron fama mundial. Torres Quevedo diseñó varias máquinas de calcular mecánicas y electromecánicas, extraordinariamente sofisticadas para su época. Una de ellas permitía resolver ecuaciones polinómicas de cualquier grado, utilizando un mecanismo muy complejo (el husillo sin fin) para obtener el logaritmo de una suma. Otra integraba ecuaciones diferenciales. La tercera, quizá la más famosa, recibió el nombre de el ajedrecista, por su habilidad para resolver ciertos problemas relacionados con este juego, como los finales de partida del tipo torre y rey contra rey. Estas máquinas convirtieron a Torres Quevedo en uno de los precursores de las modernas computadoras electrónicas.

 

En el campo de las comunicaciones se le debe el telekino, un sistema de telemando por radio que montó primero sobre un triciclo, más tarde sobre barcas y botes, con los que realizó demostraciones públicas espectaculares. También abordó el problema de la navegación aérea, construyendo, poco después que von Zeppelin, un globo dirigible de armadura funicular (1905‑8), cuyo diseño, adquirido por la empresa francesa Astra, fue adoptado oficialmente por Francia y el Reino Unido con el nombre de dirigible Astra‑Torres, y participó en los combates aéreos de la primera guerra mundial. Pero su obra más conocida es el transbordador sobre el río Niágara (Spanish aerocar), que aún sigue utilizándose.

 

En 1907, Torres Quevedo fue nombrado director del Instituto de Mecánica Aplicada. También fue inspector general honorario del cuerpo de Ingenieros de Caminos, presidente de la Academia de Ciencias de Madrid, miembro de la Academia Española de la Lengua, doctor honoris causa por la Sorbona y la Universidad de Coimbra y miembro de la Academia de Ciencias de París. Recibió la medalla Echegaray de la Academia de Ciencias de Madrid, y el premio Parville de la de París.

 

Torres Quevedo fue digno sucesor de nuestros dos inventores de submarinos. Uno de ellos, Isaac Peral, pertenecía a su misma generación, ya que había nacido un sólo año antes que él. En cuanto a la generación siguiente, posterior al 98, tenemos también un inventor famoso: Juan de la Cierva y Codorniu, que nació el mismo año de la muerte de Peral (1895), y murió en un accidente en el aeródromo de Croydon, cerca de Londres, el 19 de diciembre de 1936. Su gran aportación fue el autogiro, precursor de los helicópteros que hoy vigilan desde el aire las carreteras y las calles de nuestras ciudades.

 

3.4. Otras ciencias

 

Uno de los astrónomos españoles más destacados de la historia vivió durante el 98. Se trata de Josep Comas i Solà (Barcelona, 1868‑Barcelona, 1937). Desde el Observatorio Fabra de Barcelona, que dirigió, realizó importantes estudios sobre Marte y, especialmente, Júpiter, en cuya superficie detectó, en 1901, el nacimiento de la zona gris. También investigó sus satélites, los meteoritos y los cometas, de los que descubrió uno, siguiendo en 1910 el paso del cometa Halley. Se le debe la primera observación de once asteroides, que bautizó con nombres como Hispania o Barcelona. Curiosamente, mantuvo siempre una resuelta postura en contra de la teoría general de la Relatividad de Einstein.

 

Comas escribió numerosos tratados y artículos científicos y realizó una notable labor de divulgación a través de sus libros (Astronomía, El cielo...) y sus artículos en periódicos de gran difusión, como La Vanguardia. Fundó la Sociedad Astronómica de España y América.

 

A caballo entre la generación que floreció en el 98 y la siguiente, destaca un físico español de renombre, que como Ramón y Cajal creó escuela: Blas Cabrera y Felipe (Arrecife de Lanzarote, 1878‑Méjico, 1945), que estudió en las Universidades de La Laguna y Madrid. En 1905 obtuvo la plaza de catedrático de Electricidad y Magnetismo en la Universidad de Madrid, de la que luego fue rector. También dirigió el Laboratorio de Investigaciones Físicas del Instituto de Ciencias Físico‑Naturales. En 1910 fue elegido miembro de la Academia de Ciencias, y en 1936 de la Real Academia Española. También fue secretario de la Oficina Internacional de Pesas y Medidas. En 1939 emigró a Méjico, donde fue profesor de la Universidad Nacional.

 

Cabrera estudió las propiedades eléctricas y magnéticas de diversas sustancias y disoluciones, especialmente el paramagnetismo y el diamagnetismo. Al revés de los cuerpos ferromagnéticos (hierro, cobalto, níquel...), que se imantan intensamente y son capaces de formar imanes, los paramagnéticos (como el aluminio, estaño, platino, aire...) sufren sólo imantaciones muy débiles. En cuanto a los diamagnéticos (agua, nitrógeno, hidrógeno, alcohol, cobre, mercurio...), sus moléculas carecen de momento magnético y su magnetización es extremadamente débil y en sentido contrario al del campo que actúa sobre ellos.

 

Entre las obras de Blas Cabrera destacan: Sobre la trayectoria de los rayos catódicos en el campo magnético (1903), Teorema de Vaschay y su aplicación a la Electrostática (1906), Sobre la teoría de los tensores (1907), ¿Qué es la electricidad? (1917) y El átomo y sus propiedades electromagnéticas (1927).

 

Cinco años después de Cabrera, nació otro físico e ingeniero español: Esteban Terradas e Illas (Barcelona, 1883‑Madrid, 1950). Profesor de las universidades de Zaragoza, Barcelona, Madrid y Buenos Aires, trabajó en la Compañía Catalana de Ferrocarriles y la Compañía Telefónica y dirigió el Observatorio Astronómico del Plata. Entre sus obras de ingeniería destacan el ferrocarril metropolitano transversal de Barcelona, la central térmica de Ponferrada y el aeropuerto de Buenos Aires. Hoy lleva su nombre el Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial (INTA).

 

Para terminar este estudio sobre la ciencia española del 98, mencionaremos otros seis científicos más, que nacieron antes de esa fecha, aunque realizaron todas sus aportaciones ya comenzado el siglo XX. Dos de ellos eran matemáticos: Julio Rey Pastor (1888‑1962) y Pedro Puig Adam (1890‑1960), cuyos textos son tan didácticos que se siguen utilizando hoy, muchos años después de su muerte. Tres eran físicos: Julio Palacios Martínez (1891‑1970), colaborador de Blas Cabrera y de Kamerlingh-Onnes y autor de una teoría de la Relatividad distinta de la de Einstein, que no ha llegado a imponerse; José Baltá Elías (1893‑1973), investigador del Electromagnetismo, la Física cósmica, la energía nuclear, la Electrónica y la Meteorología; y Arturo Duperier Vallesa (1896‑1959), asimismo colaborador de Blas Cabrera y especializado en la radiación cósmica. Por último, hubo también un químico: Miguel Antonio Catalán Sañudo (1894‑1957), colaborador de Sommerfeld, de la universidad de Princeton y del Instituto de Tecnología de Massachusetts (M.I.T.), especialista en espectroscopia y descubridor de los multipletes.

 

Pocos años después del 98, nacía nuestro segundo premio Nobel científico: Severo Ochoa de Albornoz (1905‑1993), que se hizo famoso en la década de 1950 por ser el primero que consiguió sintetizar un ácido nucleico fuera de las células vivas. Aunque nuestra producción científico‑técnica es inferior a la de los grandes países de Occidente, es, sin embargo, apreciable, y se ha mantenido durante más de un siglo, gracias a un goteo continuo de nombres de prestigio.

 

4. Conclusión

 

Aunque la actividad científica española no puede compararse con la de otros países de Occidente (Alemania, Francia, Gran Bretaña y los Estados Unidos), a partir de mediados del siglo XIX experimentó un crecimiento considerable. En este contexto, las décadas centradas alrededor de 1898 tienen especial importancia, pues no sólo fueron los años más productivos de nuestra máxima figura científica, Santiago Ramón y Cajal, sino que también sentaron las bases para notables avances posteriores que se han prolongado hasta bien avanzado el siglo XX y han creado escuela en las ciencias Médica y Física y en el desarrollo tecnológico de nuestro país.

 

Al contrario que los humanistas, los científicos casi no se sintieron afectados por la pérdida de las colonias, y el movimiento regeneracionista les es ajeno, excepto en cuanto pudiera tocarles en su vida privada. Sin embargo, no parece arriesgado afirmar que el auge de las letras españolas, que coincidió temporalmente con nuestros primeros pinitos científicos en los últimos siglos, no fue una mera casualidad, y que en los últimos años del siglo pasado y los primeros de éste se vivió una pequeña Edad de Plata en todas las ramas de la cultura, que no se redujo sólo al movimiento literario al que se aplica comúnmente este nombre.

 

Breve curriculum del autor

 

Manuel Alfonseca es profesor de Ingeniería Informática en la Universidad Autónoma de Madrid. Anteriormente trabajó como investigador en la empresa IBM. Dedica su tiempo libre a la literatura juvenil, habiendo ganado el premio Lazarillo en 1988.