Ciencia y religión: ¿oposición verdadera o enfrentamiento interesado?

Manuel Alfonseca

Tenemos la sensación de que, desde hace quinientos años, ciencia y religión son enemigos irreconciliables. Esta idea ha calado profundamente en la imaginación colectiva de nuestra civilización, pero ¿acaso es cierta? ¿Hay verdadera oposición entre ambas disciplinas? ¿La ha habido alguna vez? ¿O es éste un enfrentamiento artificial, provocado con fines interesados por personas que son o se hacen pasar por científicos, pero que en realidad no actúan como tales, sino como ideólogos del ateísmo?

Hace algunas semanas, un periódico serio [1] publicó la siguiente crónica de cine sobre la película Ágora: Amenábar... [se pone] del lado de los científicos, víctimas de la ortodoxia de la fe - Copérnico, Galileo o Darwin. Todo el mundo ha oído hablar del caso Galileo, pero ¿fueron víctimas Copérnico y Darwin de la ortodoxia de la fe? Para completar el elenco de los supuestos mártires de la ciencia, al periodista sólo le ha faltado mencionar a Giordano Bruno. Repasemos los datos.

Nicolás Copérnico

El primer caso de supuesto enfrentamiento ciencia-religión se remonta a principios del siglo XVI, cuando Nicolás Copérnico desarrolló su teoría heliocéntrica. Veamos lo que dice al respecto la enciclopedia británica [2], que me parece, en esto, una fuente imparcial:

En 1533 se presentaron las teorías de Copérnico ante el Papa Clemente VII, que las aprobó, y en 1536 se le hizo a Copérnico una petición formal de que las publicara [3]. Pero él continuó vacilando. Sólo gracias a los esfuerzos de sus amigos, en particular su alumno y discípulo Georg Joachim Rhäticus, que estudió dos años con él, finalmente publicó su obra. En 1540, permitió a Rhäticus llevarse el manuscrito completo a Nürnberg, para imprimirlo. Debido a la oposición de Martín Lutero, Philipp Melanchthon y otros reformadores, Rhäticus pasó de Nürnberg a Leipzig, donde encargó la publicación a Andreas Osiander. Al parecer, por temor a las críticas de un tratado que proponía un movimiento anual de la Tierra alrededor de un sol estacionario, Osiander, bajo su propia responsabilidad, añadió un prólogo en el que declaraba que la hipótesis del sol estacionario era sólo un medio conveniente para simplificar los cálculos planetarios [4]...

Se cree que un ejemplar de la gran obra [5] fue entregado a Copérnico en Frauenburg el último día de su vida, el 24 de mayo de 1543.

¿Dónde queda la supuesta persecución de Copérnico por parte de la ortodoxia de la fe? Los escrúpulos para publicar su obra parecen haber sido exclusivamente suyos y de su editor. La oposición inicial que tuvo que soportar estaba centrada en las filas protestantes, no en las católicas, a las que él pertenecía. Es verdad que, después de su muerte, ya avanzado el siglo XVI, y en un vuelco espectacular, los protestantes aceptaron sus teorías, lo que empujó a la Iglesia Católica a oponerse a ellas, y de rebote esto dio lugar al caso Galileo, pero la verdad es que Copérnico nunca fue perseguido por sus ideas. En su primera cita, por lo tanto, el periodista se equivoca.

Charles Darwin

Supongo que, en este caso, por la ortodoxia de la fe habrá que entender la Iglesia Anglicana, puesto que ésa es la confesión en la que fue bautizado Darwin. ¿Cómo respondió esta Iglesia a la publicación en 1859 de El origen de las especies?

La verdad es que no hubo una respuesta unitaria. Mientras algunos miembros prominentes de la Iglesia Anglicana rechazaron las ideas de Darwin, otros (como Charles Kingsley) las apoyaron. El enfrentamiento más famoso tuvo lugar con ocasión del debate organizado por la British Association for the Advancement of Science. El obispo de Oxford, Samuel Wilberforce, que no se oponía tanto a la evolución como al origen animal del hombre, cometió el error de terminar su ponencia con un argumento ad hominem, que dio pie a Thomas Huxley, participante en el debate en defensa de las teorías de Darwin, a contestarle con una frase famosa: Prefiero descender de un mono, que de un hombre que utiliza mal sus dotes.

Sea como sea, los enfrentamientos, que los hubo, se mantuvieron a menudo a nivel de discusión racional, llegando pocas veces a la descalificación religiosa. El propio Darwin [6] considera absurdo dudar de que un hombre pueda ser a la vez teista ardiente y evolucionista. En la misma carta declara sus propias convicciones, diciendo que nunca he sido ateo, en el sentido de negar la existencia de Dios. En general, creo... que agnóstico es la descripción más correcta de mi posición mental.

¿Cuál fue la reacción de la Iglesia Católica ante las teorías de Darwin? En principio, se mantuvo a la expectativa. Aunque no lanzó una condena firme (ninguno de los libros de Darwin figuró nunca en el índice de libros prohibidos, cosa que sí afectó a alguna obra de su abuelo, Erasmus Darwin), la mayor parte de los teólogos católicos encontraban la evolución muy difícil de conciliar con las doctrinas de la Iglesia.

El primer paso para su aceptación lo dio, casi un siglo después, el papa Pío XII [7], que declaró aceptable la discusión científica sobre el evolucionismo en cuanto inquiere sobre el origen del cuerpo humano a partir de materia pre-existente y viva, porque la fe católica nos obliga a afirmar que el alma es creada inmediatamente por Dios. La aceptación oficial definitiva se produjo el 24 de octubre de 1996, fecha en que Juan Pablo II reconoció que el evolucionismo es ya más que una simple hipótesis.

Mucho antes de esto, sin embargo, algunos pensadores católicos, especialmente los que tenían experiencia científica, habían aceptado la evolución. El más conocido es Pierre Teilhard de Chardin, sobre cuya persecución por la Iglesia Católica se ha montado una nueva leyenda, en relación con el supuesto enfrentamiento ciencia-religión. Es cierto que a Teilhard se le prohibió publicar sus libros [8], que no aparecieron hasta después de su muerte, pero también es verdad que la razón de esa prohibición no tenía que ver con que aceptara el evolucionismo, sino con sus teorías sobre el pecado original, descritas en dos notas inéditas [9] que, enviadas al Prepósito general de los jesuitas en Roma, fueron la causa de que se le apartara de la docencia en el Instituto Católico de París.

La solución propuesta por Teilhard al problema del pecado original era, ciertamente, controvertida. Según él, el universo habría sido creado en estado de disgregación y desorganización inicial, sujeto desde el principio a la acción del dolor y de la muerte. El pecado original no sería una culpa personal de uno o más individuos, sino que consistiría, precisamente, en ese estado de dispersión original del mundo. Esta solución no era compatible con la doctrina católica.

Parece que Teilhard no llegó a conocer la teoría cosmológica del Big Bang, propuesta en 1925 por otro jesuita, el belga Georges Édouard Lemaître. De haberla conocido, quizá se le habría ocurrido una solución alternativa al problema del pecado original: identificar el estado inicial del universo con el Adán bíblico, el primer Adán de San Pablo. Si en el momento de su creación el universo, siendo consciente y libre, se hubiese enfrentado a su creador, su muerte (el Big Bang) habría llevado a la disgregación de sus restos, que habrían entrado en un lento proceso de expansión y evolución que se prolonga hasta nuestros días y aún continúa. Esta solución sí sería compatible con la doctrina de la Iglesia Católica sobre el pecado original.

En cualquier caso, los problemas de Teilhard con la Iglesia no tenían carácter científico, sino estrictamente teológico. De hecho, sus numerosos artículos científicos, en los que defendía abiertamente la teoría de la evolución, jamás fueron sujetos a ningún tipo de prohibición y se publicaron normalmente en revistas especializadas.

En resumen: el periodista mencionado al principio se equivoca también al afirmar que Darwin fue víctima de la ortodoxia de la fe. De hecho, Darwin nunca fue víctima de nada, porque jamás fue perseguido por sus ideas.

Giordano Bruno

El caso de Giordano Bruno es paradigmático: en el año 1600 fue quemado en la hoguera, condenado como hereje por la Iglesia Católica. Bruno defendió con entusiasmo el sistema de Copérnico, porque quería utilizarlo como arma contra la filosofía escolástica, a la que, según él, había que sustituir por una forma hermética del neoplatonismo con la que esperaba reconciliar a católicos y protestantes. En su sistema, vagamente panteísta, el universo es infinito y el sol es más grande que la Tierra (lo cual es correcto, aunque el argumento que empleó para proponerlo no lo sea). Afirmó que existen numerosos mundos habitados. En esto no fue exactamente original, pues otros muchos lo habían dicho antes.

Bruno no fue condenado a la hoguera por defender el heliocentrismo o la pluralidad de mundos habitados, como se dice hoy, sino por su teología neo-gnóstica, por negar el pecado original y la divinidad de Cristo, y por poner en duda su presencia en la Eucaristía. Es decir, por razones teológicas, sin ninguna relación con la ciencia. Por eso no merece el calificativo de mártir de la ciencia, que usualmente le conceden los proponentes ateos del enfrentamiento entre ciencia y religión. Bajo ningún punto de vista puede considerársele científico, ya que no realizó descubrimiento alguno y no estaba formado en ninguna rama de la ciencia.

En cambio, el español Miguel Servet sí era científico, pues practicó la medicina y descubrió la circulación sanguínea pulmonar y la importancia de la respiración para la transformación de la sangre venosa en arterial, en lo que se anticipó a William Harvey. Como Bruno, Servet fue condenado a la hoguera. Como Bruno, la razón de su condena no fue científica, sino teológica (negaba la presencia de Cristo en la Eucaristía, el pecado original y la Trinidad). ¿Por qué entonces no se presenta a Servet como mártir de la ciencia, si en su calidad indudable de científico sería un candidato mucho más lógico que Bruno? Pienso que la razón es que quien lo quemó en la hoguera fue el protestante Calvino, no la Iglesia Católica, que resulta un objetivo más atractivo que la calvinista para los ataques del ateísmo.

¿Es intolerante el cristianismo?

Pero volvamos a la película de Amenábar. En el fondo, lo que quiere dar a entender es que la ciencia y los científicos (representados por la heroína Hipatia) son y siempre han sido tolerantes, mientras que la religión (representada por Cirilo de Alejandría y los cristianos) son y siempre han sido intolerantes.

Hace unos años, en una de sus columnas diarias en La Vanguardia, el escritor Baltasar Porcel enunció una versión algo más amplia de este enfrentamiento. Según él, no todos los que practican alguna religión son intolerantes, sólo lo son los fieles de las religiones monoteístas (cristianismo, judaísmo e islam). El paganismo, en cambio, habría sido una religión intrínsecamente tolerante. Dado que la mayor parte de los científicos de la civilización greco-romana fueron paganos, la primera forma de la contraposición está bastante relacionada con la segunda.

Una versión más moderna y cada vez más extendida de esta controversia sustituye la ciencia o el paganismo por el ateísmo. Según esta hipótesis, ampliamente divulgada por los medios de comunicación, hasta el punto de que mucha gente ha llegado a creérselo, las personas con creencias religiosas serían casi siempre intolerantes, mientras que los ateos casi nunca lo son.

En los párrafos que siguen vamos a revisar las tres versiones de la controversia.

No voy a entrar aquí con detalle en el problema de la tolerancia, que ya toqué en otro artículo [10]. Baste recordar que la tolerancia es una virtud de término medio en el sentido aristotélico, a la que se oponen dos vicios: uno por defecto (la intolerancia) y otro por exceso (pasar por todo, tolerando incluso aquello que no se debe tolerar). La tolerancia, si se lleva al extremo, se destruye a sí misma, pues quien la considera la virtud suprema no puede tolerar a los intolerantes, y por tanto se vuelve intolerante.

Hemos visto que al cristianismo se le acusa de intolerancia. Para demostrarlo, se señalan esencialmente cuatro ejemplos: la persecución de los científicos, al estilo de Ágora; las cruzadas; las guerras de religión entre católicos y protestantes; y la inquisición, con énfasis especial en la española. Hasta cierto punto, todas estas cosas son verdad, pero sólo hasta cierto punto. Ya hemos visto que la supuesta persecución de los científicos está muy exagerada.

La cuestión de las cruzadas, como se suele presentar, es un caso clásico de pérdida del sentido de la historia, algo que sucede en todas las épocas, pero que es especialmente escandaloso en la nuestra, pues solemos jactarnos de saber más historia que ninguna de las épocas anteriores. Es verdad que ahora disponemos de más datos históricos que nunca, porque en los últimos siglos se ha descubierto muchísima información sobre el pasado de la humanidad, pero nuestros estudiantes casi no estudian historia, por lo que el hombre culto medio sabe infinitamente menos que el de cualquier otra época, que disponía de muchos menos datos. En consecuencia, al hombre de hoy le cuesta más hacerse una idea de la forma de pensar de las gentes de otras épocas, a menudo muy diferente de la nuestra.

Hoy nos resultaría inconcebible emprender una guerra para liberar Tierra Santa de los infieles, pero no porque seamos menos belicosos o más tolerantes, sino porque nos importan cosas distintas. Las tremendas guerras desencadenadas durante el siglo pasado lo demuestran: la mayor de todas tenía por objeto asegurar el predominio de la raza aria sobre los demás pueblos de la Tierra. Algunas guerras intentaban promover o detener el avance del comunismo. Otras buscaban resolver cuestiones de supremacía racial o nacionalista (entre servios, cróatas y bosnios; entre hutus y tutsis); alguna se hizo para derrocar a un tirano; y sí, también ahora existen guerras de religión, como demuestra la campaña de exterminio de cristianos en Darfur, pero son las menos, y no son precisamente los cristianos quienes las empiezan, sino quienes las sufren, por lo que se convierten en conflictos olvidados.

Si se miran los datos con imparcialidad, da la impresión de que, cuanto más avanzamos, más violentos y sanguinarios nos volvemos. El número de víctimas de las guerras es cada vez mayor, no más pequeño. Pero lo peor no es eso: antes del siglo XX, la guerra tenía normas reconocidas por todos, que protegían a la población civil y trataban de evitar que surgiese una excesiva animosidad entre los contendientes. El objetivo era vencerlos, no destruirlos. La invención de los gases venenosos durante la primera guerra mundial, que Isaac Asimov llama el pecado de los científicos [11], porque fue el primer descubrimiento cuyo único objetivo práctico era provocar la muerte de seres humanos, dio paso a una nueva era, la de la lucha sin cuartel, el fomento del odio a muerte entre los contrincantes, los bombardeos de ciudades, que alcanzaron el paroxismo con la obliteración atómica de Hiroshima y de Nagasaki.

Comparada con las guerras del siglo XX, cualquiera de las cruzadas fue un ejercicio cortés entre caballeros. Recordemos la tercera, en la que por ambas partes coincidieron jefes caballerosos: Ricardo Corazón de León por el lado cristiano, Saladino por el musulmán.

Algo parecido sucede con la reacción que suelen provocar en nuestra época las guerras de religión que en el siglo XVII asolaron Europa, especialmente la de los treinta años, que puso punto final al predominio español en el continente. Sus causas nos parecen muy lejanas, porque nos gusta pensar que hoy no nos pelearíamos por diferencias doctrinales entre católicos y protestantes. Es verdad que hasta hace bien poco hemos sido testigos de una guerra civil entre ambos grupos en Irlanda del Norte, pero hay que señalar que, como en la desintegración de Yugoslavia, las causas eran más bien políticas y nacionalistas que religiosas.

Pasemos a la inquisición española: este tribunal estuvo en vigor durante algo más de trescientos años. Aunque es difícil obtener cifras exactas, porque no se conservan todos los datos, la mayor parte de los historiadores coinciden en señalar que, en ese tiempo, el número total de ejecuciones estuvo comprendido entre 3000 y 5000, que es mucho menor que el número de penas de muerte ejecutadas por la autoridad civil. Es aproximadamente equivalente al número de penas de muerte que aún hoy, cuando este castigo está en retroceso en todo el mundo, se ejecutan en China cada año, o al de los guillotinados en la revolución francesa por el gobierno de Robespierre durante el año del terror (un ritmo 300 veces mayor). Es un número ridículo si se compara con los millones de víctimas ejecutadas en diez años por los nazis. No estoy tratando de justificar las sentencias de la inquisición, pero ¿cómo se puede acusar a los cristianos de ser más intolerantes que nadie ante semejantes términos de comparación?

¿Fueron tolerantes los paganos?

La supuesta tolerancia del paganismo se basa en la constatación de que, entre las distintas religiones paganas, era muy fácil llegar a acuerdos que identificaban unos dioses con otros. Cuando Roma conquistó Grecia y asimiló su cultura, se establecieron equivalencias entre los dioses griegos y los romanos: Zeus = Júpiter, Artemisa = Diana, Atenea = Minerva, etcétera. Lo mismo había ocurrido cuando Alejandro conquistó el medio oriente. Los paralelos y equivalencias se establecieron incluso entre panteones tan divergentes como el griego y el egipcio (Zeus = Amón-Ra, Hermes = Thoth, Apolo = Horus...)

¿Qué pasó cuando el cristianismo empezó a extenderse por el imperio? Que fue imposible establecer equivalencias, porque los cristianos reconocían un solo Dios. Además, se negaban a conceder honores divinos al emperador. Así fue como la religión y la política se mezclaron y dieron lugar a las persecuciones. La cuestión es: ¿quién fue intolerante? ¿Los cristianos, por no aceptar los dioses paganos y por negarse a adorar al emperador? ¿O los paganos, que se negaron a aceptar la excepción cristiana y persiguieron a muerte a los fieles de esta religión? Es curioso constatar que sí se concedió un trato excepcional a los judíos, que tenían las mismas reservas que los cristianos hacia las mismas cosas, a pesar de que los consideraban levantiscos y causantes de problemas, pues tres veces tuvo el imperio que repeler levantamientos en Palestina. ¿Por qué entonces les permitían practicar libremente su religión, mientras se atacaba de forma sangrienta a los cristianos?

La respuesta quizá sea que, desde la persecución de Nerón, los cristianos se habían convertido en el chivo expiatorio por excelencia del imperio. ¿Que se quemaba Roma? Los incendiarios eran los cristianos. ¿Que se extendía una epidemia de peste, como en el año 165, a consecuencia de la guerra contra los partos? ¿Que un terremoto asolaba una región en el año 236? La culpa en todos estos casos era de los cristianos. Al principio, las autoridades del imperio los consideraban como una fracción de los judíos, pero sabían que éstos los odiaban y que los cristianos eran pocos, por lo que no era difícil convertirlos en víctimas propiciatorias. Después, a medida que el cristianismo se fue extendiendo, el número de víctimas aumentó. Según distintos historiadores, el total oscila entre las 4000 calculadas por Gibbon (contrario al cristianismo) y alrededor de 100,000. En cualquier caso, son bastantes más que las ejecuciones decretadas por la inquisición española en un tiempo semejante y en un imperio más extenso aun que el de Roma. Sin embargo, ahora se presenta a los paganos como el paradigma de la tolerancia y a la inquisición como la cumbre de la intolerancia. ¿Es esto un trato imparcial?

Sí, claro, después del triunfo del cristianismo, en el imperio romano hubo persecuciones contra los paganos. Cuando un colectivo ha sido perseguido a muerte por otro, y más tarde consigue dar la vuelta a la situación, pasando a tener la sartén por el mango, sería sorprendente que no se tomara la revancha. Dado que el cristianismo predica el perdón de los enemigos, quizá los cristianos no deberían haber cometido este error. Lo admito. Pero ahora se acusa a los cristianos de ser los más intolerantes, y para demostrarlo sería preciso presentar ejemplos de otros colectivos que hayan actuado de manera opuesta en una situación semejante. ¿Dónde están esos colectivos? Si no aparecen, habrá que llegar a la conclusión de que la intolerancia excesiva no es una característica de las religiones monoteístas, como se afirma, sino del hombre.

¿Son tolerantes los científicos?

Lo primero que hay que aclarar es si tiene sentido el concepto de tolerancia aplicado a la ciencia. La respuesta depende del contexto. Un científico tiene que estar siempre dispuesto a aceptar que sus propias teorías pueden estar equivocadas. En cambio, tiene la obligación de ser intolerante con las teorías de otros, que no se adaptan o que se salen del método científico establecido.

Vemos, pues, con los ejemplos anteriores y con otros muchos que podrían aducirse, que la ciencia y los científicos han sido con frecuencia acusados de intolerancia, mientras que ahora ciertos círculos intentan presentarlos como paradigma de la tolerancia. En realidad, lo que demuestra la historia de la ciencia es que los científicos, como todos los seres humanos, deben ser tolerantes en unos casos e intolerantes en otros, poque hay cosas que no se deben tolerar.

¿Son tolerantes los ateos?

Con frecuencia, los ateos se jactan de ser más tolerantes que nadie. Suelen hacerlo al mismo tiempo que desprecian a los creyentes, tratándolos desde la altura de una supuesta e insufrible superioridad moral. No parecen darse cuenta de que demostrar abiertamente que te consideras superior a otro es una forma de tratarle con intolerancia.

Para demostrar que el ateísmo es intolerante, basta constatar el número de muertes provocadas por los gobernantes ateos durante el siglo XX. Veamos algunas cifras:

La suma de los cuatro ejemplos citados asciende a un total comprendido entre treinta y dos millones y ciento catorce millones de víctimas, dependiendo de las fuentes. Es un número comparable, quizá incluso mayor, que el total de muertos como consecuencia de la segunda guerra mundial, que se estima en cincuenta millones. No existe nada parecido durante toda la historia humana. Probablemente es mayor que el número de víctimas provocados por todas las civilizaciones de la Tierra durante los mil años anteriores, sin excluir las matanzas que perpetraron los mongoles en tiempos de Gengis Khan y sus sucesores, o las de Tamerlán. Ante esto, ¿cómo se atreven los ateos a presumir de tolerantes? Sería mucho mejor que pidiesen perdón a la humanidad por el número incalculable de asesinatos y genocidios que han provocado las dos ideologías, el nacionalsocialismo y el comunismo, que durante el siglo XX han sembrado de sangre el mundo.

Es curioso que en su lucha contra la religión los ateos suelan tener consideraciones especiales con el Islam: salvo casos muy raros, se abstienen de atacarlo e incluso llegan a favorecerlo abiertamente. ¿Cómo se explica esto? Creo que por dos razones. Primera, porque le tienen miedo, porque al revés que los cristianos, el Islam responde cuando se le ataca. Segunda, porque creen (equivocadamente) que apoyar al Islam es una forma de atacar al Cristianismo, que es su primer enemigo. Equivocadamente, porque no se dan cuenta de que, para la guerra santa del Islam, el ateísmo es el primer objetivo, muy por delante del Cristianismo. Con esta política, los ateos cavan su propia tumba.

¿Dónde está el verdadero enfrentamiento con la ciencia?

El supuesto enfrentamiento actual entre ciencia y religión es más un mito que una realidad: un mito colmado de mentiras y exageraciones, propalado por la propaganda atea, que trata de disimular que en el último siglo han sido siempre los ateos, no los creyentes, quienes se han enfrentado con la ciencia, o lo que es peor, es la ciencia la que se ha enfrentado con el ateísmo. Porque si hasta el siglo XIX puede hablarse de cierto enfrentamiento entre la ciencia y la religión, en el siglo XX se han vuelto las tornas y hay que constatar un retroceso constante y a la desesperada del ateísmo, que ante los asaltos de la Cosmología ha tenido que abandonar una tras otra todas sus líneas de defensa.

La marea comenzó a cambiar en 1919, cuando Edwin Hubble descubrió que el desplazamiento al rojo de las galaxias lejanas es proporcional a su distancia, lo que significa que el universo se encuentra en expansión. En 1916, cuando Einstein publicó la teoría de la relatividad general, se dio cuenta de que algunas de las soluciones de su ecuación conducen a un universo que se expande. Como no conocía la ley de Hubble, añadió a la ecuación un término adicional (la constante cosmológica) para que la solución fuese estacionaria.

En 1925, el jesuita Georges Lemaître formuló una versión de la ecuación de Einstein que daba lugar a un universo en expansión compatible con la ley de Hubble. Este modelo, en el que el universo comienza con un tamaño muy pequeño y se expande con velocidad creciente, se convirtió en poco tiempo en la teoría del Big Bang.

Algunos científicos ateos se sintieron incómodos con esta teoría, porque parecía indicar que el universo tuvo un principio y por lo tanto exigía un creador. Por ello se buscaron alternativas al modelo de Lemaître. En 1948, Hermann Bondi y Thomas Gold propusieron la teoría del universo estacionario [14], según la cual el universo es infinito y ha existido desde siempre. Para mantener una densidad constante a pesar del alejamiento de las galaxias, descubierto por Hubble, tuvieron que postular que la materia se crea espontáneamente a un ritmo muy pequeño, exactamente el necesario para compensar dicho alejamiento. Durante dos décadas, aunque la creación espontánea de materia no fue nunca comprobada experimentalmente, la teoría del universo estacionario se mantuvo como una alternativa a la del Big Bang, apoyada mayoritariamente por los científicos ateos, junto con algunos creyentes que la preferían por razones estéticas.

En 1965, Robert Wilson y Arno Penzias descubrieron la radiación cósmica de fondo, un ruido con frecuencia de microondas que invade todo el universo. Su existencia había sido predicha dieciséis años antes por Gamov, Alpher y Hermann, partiendo de la teoría del Big Bang. La teoría del universo estacionario no tenía explicación para esta radiación, por lo que fue abandonada.

Este fue el primer paso atrás del ateísmo en su lucha por excluir a Dios de las teorías cosmológicas sobre el origen del universo. Ante el fracaso del universo estacionario estático, se buscó una solución dinámica, más o menos equivalente. Dependiendo de la densidad media del cosmos, que no se conoce con exactitud, la ecuación de Einstein es compatible con un universo cíclico, en el que el cosmos crece de tamaño cada vez más lentamente a partir del Big Bang, hasta que su expansión se detiene y es seguida por una contracción que terminaría en un Big Crunch (un aplastamiento total). Si éste rebotase, podría tener lugar un nuevo Big Bang, y así una y otra vez. Tendríamos así un universo sin principio ni fin, aunque de tamaño variable.

A lo largo de los años ochenta y noventa se fueron acumulando datos que parecían indicar que la densidad media del cosmos se acercaba sorprendentemente al valor crítico, justo en el límite entre el universo en expansión permanente y el universo cíclico. Los científicos ateos no perdían la esperanza de que dicho límite se rebasara, por poco que fuera, para que el universo resultara cerrado y volviera a contraerse. Sin embargo, a finales de los noventa se realizó un descubrimiento sensacional: resulta que la expansión del cosmos se acelera en lugar de frenarse, lo que hace más difícil que algún día pueda llegar a contraerse. Además, la cantidad de materia que contiene resulta ser mucho menor que la necesaria para detener la expansión, y el resto, hasta el valor crítico, parece ser una extraña energía oscura, cuyo efecto es contrario al de la materia, pues provoca precisamente la expansión acelerada. Aunque la conclusión no es definitiva, pocos cosmólogos mantienen su fe en el universo cíclico.

En paralelo con esto, a partir de los años ochenta se ha constatado que nuestro universo parece estar diseñado de forma crítica para que sea posible la aparición de la vida. Esta condición, que ha recibido el nombre de principio antrópico, ha resucitado la quinta vía de Tomás de Aquino para demostrar la existencia de Dios. Como es natural, los ateos no pueden aceptarlo, y en los últimos años han realizado nuevos intentos para escapar de una ciencia que cada vez los amenaza más y les obliga a retroceder un paso tras otro. El último es la teoría del multiverso, que propone la aparición continua de universos en número casi infinito, con todas las combinaciones posibles de leyes físicas, muchas de las cuales serían incompatibles con la existencia de la vida. Naturalmente, nosotros no tenemos más remedio que encontrarnos en uno que sí lo sea. Pero todo sería obra del azar, no de un creador.

¿Por qué aparecen todos esos universos? Nadie lo sabe. ¿Se puede demostrar su existencia de algún modo? No, porque no podemos salir de nuestro universo. El enfrentamiento entre la ciencia y el ateísmo ha llegado pues hasta el punto de que los ateos se ven obligados a renunciar a la ciencia para escapar de Dios, pues una teoría como el multiverso, que no puede comprobarse, y lo que es peor, tampoco se puede demostrar que sea falsa, no puede considerarse científica.

Probablemente porque se sienten abandonados por la ciencia, los ateos están cada vez más rabiosos contra los creyentes, lo que da lugar a un acoso brutal, que se dirige especialmente contra el Cristianismo. Es un enfrentamiento unilateral, pues hoy día (excepto quizá en algunos países donde domina el Islam) nadie persigue a los ateos por serlo. En cambio, y cada vez con más frecuencia, en los países democráticos de occidente se persigue a los cristianos por serlo. No es una persecución a muerte, como las de los tiempos del imperio romano, sino solapada y marrullera. Y lo peor es que son los perseguidores quienes presumen de tolerantes y acusan a sus víctimas de intolerancia. Veamos algunos ejemplos:

La realidad es muy sencilla: a los ateos les molesta que los creyentes crean. Les ofende que den testimonio público de su fe. En cambio, que nadie se atreva a discutir su derecho a exhibir su ateísmo, y a despreciar u ofender a los que no piensan como ellos. ¿Quién es más tolerante, el que ofende sin admitir respuesta, o el que se traga los insultos y las discriminaciones?

Referencias

[1] La Vanguardia, 7 de octubre de 2009, página 31.
[2] Décimo-quinta edición, tomo 16, página 814.
[3] Mediante carta del arzobispo de Capua, el cardenal Nikolaus von Sch”nberg.
[4] Además de ese prólogo, la primera edición incluía la carta del cardenal Sch”nberg y una dedicatoria de Copérnico al papa Pablo III.
[5] De rebolutionibus orbium coelestium.
[6] Carta a John Fordyce, 7 de mayo de 1879.
[7] Encíclica Humani Generis, 12 de agosto de 1950.
[8] Especialmente Le phénomŠne humain, escrito en 1938, publicado en 1955.
[9] Caída, redención y geocentría, 1920; Nota sobre algunas representaciones históricas del pecado original, 1922. Ambas fueron incluidas posteriormente en la colección Comment je crois, 1969.
[10] La ciencia, el relativismo y la moral en nuestro tiempo, Religión y Cultura, Vol. LI:232, Ene.-Mar. 2005, pp. 195-212, http://religionycultura.org.
[11] The sin of the scientist, en la recopilación de artículos The stars in their courses, 1975.
[12] El método científico, el diseño inteligente, los modos de la acción divina y el ateísmo, Religión y Cultura, Vol. LIII:240, Ene.-Mar. 2007, pp. 137-153, http://religionycultura.org.
[13] Las ideas religiosas de Adolf Hitler son muy confusas: véase una discusión en http://es.wikipedia.org/wiki/Ocultismo_nazi. Pero los jefes nacionalsocialistas simpatizaban con el budismo, que en su forma original y en su actual rama hinayana es una religión atea.
[14] H. Bondi, Cosmología, editorial Labor, 1970.
[15] http://es.wikipedia.org/wiki/Rocco_Buttiglione.
[16] http://www.timesonline.co.uk/tol/comment/faith/article5675452.ece.
[17] http://www.forumlibertas.com/frontend/forumlibertas/noticia.php?id_noticia=13359