Manuel Alfonseca
La ciencia estudia hechos concretos, detectables, y trata de explicar por qué ocurren. Para conseguirlo, se proponen hipótesis o teorías científicas, que son tanto más creíbles cuanto mayor es el conjunto de hechos que explican. Estas teorías tienen poder predictivo: anuncian los resultados de experimentos aún no realizados o la existencia de fenómenos que todavía no han sido detectados. Cuanto mayor sea el número de las predicciones correctas asociadas a una teoría, mayor credibilidad tendrá.
Sin embargo, basta con que se detecte un hecho que no esté de acuerdo con la teoría, o que ésta prediga un resultado que no se confirme, para que sea preciso plantearse revisarla. En el método científico, los hechos tienen precedencia sobre las teorías, aunque a veces éstas puedan apoyarse en la predicción correcta de hechos hasta entonces desconocidos.
Un ejemplo clásico de este proceso lo proporciona la teoría de la gravitación universal de Isaac Newton (1642-1727). Cuando se formuló, en el siglo XVII, sirvió para explicar gran número de hechos: desde la caída de los cuerpos en la vida ordinaria, hasta el movimiento de los astros. Uno de sus grandes éxitos fue la deducción matemática de las tres leyes inducidas medio siglo antes por Johann Kepler (1571-1630), que las obtuvo empíricamente a partir de la observación de las órbitas de los planetas.
Pero el gran éxito de la teoría de la gravitación, lo que la convirtió en la base incontrovertible de la física clásica, fue una predicción correcta. En 1781, William Herschel (1738-1822) descubrió Urano, primer planeta nuevo que se añadía a los que se conocían desde la más remota antigüedad. Durante los sesenta años siguientes, los astrónomos observaron cuidadosamente la órbita de Urano y detectaron algunas discrepancias respecto a la órbita teórica predicha para este planeta por la teoría de la gravitación. Había dos posibilidades: o bien la teoría de Newton no era correcta y tendría que ser modificada, o bien existía algún hecho desconocido que permitiera salvar la teoría.
En 1845, el inglés John Couch Adams (1819-1892) llegó a la conclusión de que el problema podría resolverse con la existencia de otro planeta, más alejado aún que Urano, cuya atracción provocara las discrepancias observadas en la órbita de éste. Adams era joven y carecía de contactos. El trabajo que envió a James Challis, director del observatorio de Cambridge, sugiriéndole que buscara el planeta desconocido, terminó en la cesta de los papeles.
Dos meses después, el astrónomo francés Urbain Le Verrier (1811-1877) llegó a la misma conclusión que Adams, pero, al ser un astrónomo conocido, la petición que envió al astrónomo alemán Johann Gottfried Galle (1812-1910) sí fue atendida. El 23 de setiembre de 1846, Galle descubrió el planeta propuesto por Adams y Le Verrier, que recibió el nombre de Neptuno. El éxito de la predicción se convirtió en una noticia científica de primer orden y dio el espaldarazo, aparentemente definitivo, a la teoría de la gravitación de Newton.
En 1855 Le Verrier dedicó su atención a la órbita de Mercurio, que también presentaba discrepancias respecto a las predicciones de la teoría, y trató de aplicar el mismo procedimiento que tanto éxito le había proporcionado unos años antes. Las discrepancias podrían explicarse si existiese un planeta desconocido entre Mercurio y el Sol. Le Verrier sugirió que se buscase, y estaba tan seguro de que sería descubierto, que incluso le puso nombre: Vulcano.
Durante décadas, los astrónomos buscaron el misterioso y elusivo planeta Vulcano, sin encontrarlo. Hubo que esperar hasta 1915 para comprender por qué: en ese año Einstein publicó la teoría general de la relatividad, que corregía la teoría de la gravitación universal de Newton y explicaba (entre otras cosas) la mayor parte de las anomalías de la órbita de Mercurio. El planeta Vulcano sólo persiste hoy en la literatura de ciencia-ficción: en la famosa serie de televisión Star Trek, el orejudo señor Spock afirma proceder de dicho astro.
Una teoría científica es siempre provisional. Nunca se puede decir que ha sido definitivamente demostrada. Como mucho, se podrá afirmar que explica todos los hechos conocidos y que ha llevado a una o más predicciones correctas, pero nunca se puede excluir que más adelante aparezca otro hecho, antes desconocido, que fuerce a refinarla.
De acuerdo con Karl Popper [1], lo esencial para que una teoría pueda considerarse científica es que se pueda demostrar que es falsa, que sea posible diseñar un experimento que, en caso de tener éxito, eche abajo la teoría. Las teorías no falsificables (cuya falsedad no se puede demostrar) no son construcciones científicas válidas. A lo sumo, podrán ser ejercicios hipotéticos, más o menos elegantes, sin relación con la realidad. John Horgan [2] aplica a estas construcciones el apelativo de ciencia irónica.
En un artículo anterior [3] he descrito la forma en que la reina de las ciencias experimentales, la física, ve aparecer, cada día con mayor frecuencia, teorías no falsificables, que nadie puede demostrar, con lo que se tiende a abandonar el campo de la ciencia y a adentrarse en el de la metafísica, una disciplina que, como se sabe, no pertenece a la ciencia, sino a la filosofía. Aquí voy a señalar que el mismo fenómeno se está produciendo también en otra de las ciencias experimentales: la biología, que a primera vista parece menos propensa a estas tendencias.
La cuestión ha pasado al primer plano de la actualidad, en relación con una supuesta teoría científica (el diseño inteligente) que ciertos grupos religiosos de los Estados Unidos presentan como alternativa a la teoría de la evolución, presionando para conseguir que ambas sean explicadas en pie de igualdad en los libros de texto dedicados a las ciencias naturales en la educación primaria y secundaria.
El intento ha provocado la indignación de muchos científicos, que acusan con razón a los proponentes del diseño inteligente de intentar colar una teoría puramente filosófica o religiosa como alternativa supuestamente científica a la teoría de la evolución. Aunque ésta, como toda teoría científica, será siempre provisional, está bastante contrastada para que no se la pueda rechazar sin causa suficiente, que en todo caso deberá basarse, no en especulaciones sin base experimental, sino en la aparición de hechos discrepantes, que hasta ahora no se han presentado.
El problema se complica porque algunos de los científicos que defienden la teoría de la evolución dan un paso más y caen en el mismo pecado del que acusan a sus oponentes, presentando elucubraciones filosóficas y afirmaciones dogmáticas como si se tratase de teorías científicas contrastables.
En primer lugar, hay que preguntarse qué se entiende realmente por teoría científica de la evolución. La palabra científica implica que esta teoría sólo puede referirse a cuestiones constatables (hechos) y a hipótesis que las expliquen, que a su vez deberán ser siempre susceptibles de que se pueda demostrar su falsedad. En este contexto, la teoría de la evolución se basa en la constatación comprobada de que las especies cambian, y estudia los mecanismos que lo permiten: las mutaciones, el ADN, la selección natural, etc.
Cualquier connotación filosófica que se añada no tiene carácter científico, tanto si se afirma, con los creyentes, que detrás de todo hay un diseño inteligente, como en la postura opuesta, adoptada usualmente por los ateos, que sostiene que todo es únicamente consecuencia de la casualidad.
Es difícil llegar a un acuerdo en este problema. Supongamos que hubiese algo en los seres vivos que resultase imposible de explicar como efecto de la casualidad. En tal caso, un científico ateo siempre podrá afirmar que debe existir alguna causa, aún desconocida, que cuando sea descubierta explicará satisfactoriamente la cuestión pendiente. Además, los partidarios de la teoría científica del diseño inteligente aducen supuestas pruebas mal diseñadas, que a menudo se basan en la existencia de órganos muy complejos, como el ojo o los flagelos rotatorios de las bacterias, o en la aparición de conductas complicadas, como las avispas que paralizan arañas inyectando veneno en cada uno de sus ganglios nerviosos. Estos argumentos suelen presentarse ahora como si fuesen nuevos e incontestables, cuando en realidad tienen más de un siglo de antigüedad [4] y hace tiempo fueron respondidos por los biólogos evolucionistas [5]. Por ejemplo, es un error suponer que, para que aparezca un ojo, tiene que haberse pasado por una evolución gradual a través de una serie de especies intermedias dotadas de órganos visuales parciales e imperfectos, que en la práctica no habrían podido desempeñar su función. En realidad, la evolución del ojo puede concebirse como resultado de unas pocas mutaciones, cada una de las cuales puede tener valor selectivo propio o ser indiferente.
Por otra parte, es posible que todo lo que sabemos sobre los seres vivos sea compatible con la acción de fuerzas aparentemente casuales. Y sin embargo, tampoco en ese caso quedaría excluida la hipótesis del diseño inteligente, pues Dios puede haber incluido el azar entre las herramientas asociadas a la creación del universo. ¿O acaso hemos de negarle a Dios la posibilidad de hacer uso de mecanismos que nosotros sí podemos utilizar?
Tenemos indicios que hacen pensar que la evolución ha de ser compatible con el diseño inteligente. Existe una rama de la informática (la programación evolutiva) que aplica, en programas de ordenador, procedimientos inspirados en la evolución biológica. En particular, se llama vida artificial a la aplicación de la programación evolutiva al desarrollo de agentes que remedan en su comportamiento el de los seres vivos. Entre sus aplicaciones más interesantes se encuentra la simulación de colonias de hormigas, que arroja luz sobre el comportamiento de enjambres de seres que actúan juntos y permite formular hipótesis sobre la aparición de entidades de nivel superior, como los organismos pluricelulares o las sociedades humanas o de insectos [6]. También puede utilizarse la experimentación sobre la vida artificial para el estudio de la transmisión del lenguaje entre grupos de seres humanos, que se simulan en forma de agentes muy simplificados.
Es evidente que cualquier experimento de vida artificial es un ejemplo claro de diseño inteligente (por parte del programador). Pues bien, en estos experimentos los agentes suelen interaccionar entre sí bajo el control de algoritmos que utilizan series de números aleatorios, es decir, bajo el control del azar. Si alguna vez llegásemos a ser capaces de generar agentes inteligentes en estas simulaciones, dichos agentes no estarían en condiciones de deducir nuestra existencia por experimentación, pues nosotros estamos fuera de su mundo, y podrían llegar a la conclusión de que dicho mundo es consecuencia únicamente de la casualidad. Conclusión que, en este caso, desde nuestro punto de vista, resulta evidentemente falsa. Salvando las distancias, nosotros desempeñaríamos frente a ellos un papel paralelo al de Dios frente a nuestro universo. En esas circunstancias hipotéticas, el argumento metafísico ateo que afirma que el universo no ha sido diseñado por nadie y se ha desarrollado como un proceso puramente aleatorio, sería falso, pero nuestros agentes no podrían demostrarlo. Es evidente, por tanto, que este mismo argumento puede no ser válido cuando se aplica al universo que nos contiene a nosotros, pero tampoco podremos demostrarlo. Por lo tanto, debe considerarse extra-científico.
En resumen: la teoría científica de la evolución se encuentra hoy día al nivel en que estaba la gravitación de Newton en el siglo XIX. Es la teoría que explica mejor y con mayor detalle los hechos científicos de que disponemos en relación con el origen de las especies. Como ocurre con toda teoría científica, no puede considerarse definitiva, pero no es de esperar que tenga lugar una revolución que la declare obsoleta o equivocada, sino tan sólo algún ajuste fino, como le pasó a la física con Einstein.
Por otra parte, ni el diseño inteligente, ni la evolución puramente casual de los ateos, que intentan excluir la existencia de un creador, son teorías científicas, pues es imposible demostrar que sean falsas. Por lo tanto, se trata de teorías metafísicas y deben presentarse como tales. Las dos.
Los libros de texto de ciencias naturales no tienen por qué presentar el diseño inteligente como alternativa a la teoría científica de la evolución, porque no lo es. Pero tampoco deben afirmar que la ciencia ha demostrado que Dios no existe o, en forma más solapada, que todo en el universo es consecuencia del puro azar, porque estas afirmaciones son simplemente falsas. La ciencia no ha demostrado, ni puede demostrar, ninguna de estas dos cosas.
Hagamos, pues, metafísica. Supongamos que Dios existe y que el universo ha sido objeto de diseño inteligente. ¿Cómo tiene lugar la acción divina, de qué manera interacciona Dios con el cosmos, para conseguir que el diseño llegue a desarrollarse de acuerdo con sus planes?
Evidentemente, Dios podría manipular el universo de forma tangible, saltándose las leyes que Él mismo le ha impuesto, es decir, mediante acciones milagrosas. Sin embargo, del estudio de la naturaleza y de la historia parece desprenderse que este tipo de acciones divinas, si se da, es extremadamente raro. Dios tiene un cuidado exquisito en ocultarse de nosotros. No parece desear que se pueda demostrar su existencia de forma incontrovertible. Quizá si lo hiciera forzaría nuestra voluntad, anulando la libertad humana. O quizá no. Tres autores de ciencia-ficción han especulado sobre lo que pasaría si Dios diese una prueba indiscutible de su existencia [7].
¿Puede Dios manipular el universo, modificando su evolución, sin que nosotros nos demos cuenta? Se trataría de un tipo especial de acción divina, que tradicionalmente recibe el nombre de providencia.
En los últimos tiempos, algunos teólogos han tratado de explicar posibles modos de acción divina en función de los avances científicos modernos. En particular, se ha recurrido a la mecánica cuántica y a la teoría del caos, la primera debido al determinismo ontológico subyacente a algunas de sus interpretaciones, la segunda porque implica la imposibilidad de hacer predicciones a muy largo plazo. Hay que recordar de nuevo, sin embargo, que todas estas teorías son siempre provisionales. Utilizarlas para apoyar explicaciones teológicas supone cierto riesgo.
En un libro reciente [8], Nicholas Saunders desmonta algunos de estos intentos, mostrando sus inconsistencias y dejando claro algo que ya sabíamos, o al menos intuíamos: no es fácil que la ciencia pueda llegar a demostrar la existencia de Dios. Tanto el ateísmo como la fe en Dios son, y probablemente serán siempre, cuestión de fe y no de ciencia.
Dado que no soy teólogo profesional (aficionados lo somos todos, excepto los ateos prácticos), los pensamientos que voy a exponer en los próximos párrafos para tratar de explicar los posibles modos de acción de Dios en su providencia deben tomarse, como dicen los ingleses, con un grano de sal. A mí me resultan útiles y así los expongo, por si pudiesen serlo también para alguien más.
La ciencia moderna ha revolucionado nuestra visión del mundo. En el siglo XVIII, la teoría de la gravitación de Newton podía considerarse establecida y dio lugar a una visión materialista y determinista del universo que puede personificarse en uno de los científicos más importantes de la época, Pierre-Simon, marqués de Laplace (1749-1827), cuyos campos de estudio abarcaron las matemáticas, la astronomía, la química y la biología. El éxito de sus estudios sobre la dinámica del sistema solar le movió a afirmar que, si conociésemos con exactitud las condiciones iniciales del universo, sería posible predecir todo su desarrollo pasado y futuro. De aquí surgió el materialismo determinista que tuvo tanto éxito en el siglo XIX y que, a pesar de haber sufrido tres devastadores ataques durante el siglo XX, en los albores del XXI continúa, en el fondo, formando parte de la visión popular del mundo.
El primero de esos tres ataques fue el principio de incertidumbre, formulado en 1927 por Werner Heisenberg (1901-1976). En esencia, dicho principio niega que sea posible conocer con exactitud las condiciones dinámicas de un sistema físico en cualquier instante del tiempo. Con ello, la suposición de Laplace cae por tierra, pues el principio de incertidumbre excluye, como caso particular, que podamos conocer con exactitud las condiciones iniciales del universo.
Quedaba una posibilidad para salvar una parte de la hipótesis de Laplace. De acuerdo: nunca seremos capaces de conocer exactamente las condiciones iniciales. Pero ¿no podríamos llegar a conocerlas con suficiente aproximación para poder predecir, con un margen razonable, el desarrollo futuro del cosmos?
El segundo ataque (en orden no necesariamente cronológico) echó también por tierra esta esperanza. En 1963, en sus estudios sobre la meteorología, Edward Lorenz descubrió la existencia, predicha varias décadas antes por Poincaré, de sistemas dinámicos en los que una diferencia infinitesimal en sus condiciones iniciales da lugar a una discrepancia global en el estado del sistema al cabo de cierto tiempo. El estudio de estos sistemas se ha venido a llamar teoría del caos Por otra parte, ahora se sabe que el universo en su conjunto, e incluso partes relativamente pequeñas del mismo, como el sistema solar, son sistemas caóticos. No es posible conocer las condiciones iniciales del universo con suficiente aproximación, porque dicha aproximación nunca será suficiente. Por grande que sea el número de cifras exactas que conozcamos, aunque se alcance el máximo que permite el principio de incertidumbre, la teoría del caos asegura que las condiciones calculadas después de algún tiempo (menor que la edad del universo) serán inservibles y no permitirán hacer predicciones correctas.
El tercer ataque fue aún más devastador, si cabe. La mecánica cuántica, que se desarrolló a lo largo de la década de 1920, afirma que los fundamentos del universo, representados por la física de las partículas elementales, no son deterministas, sino aleatorios. No sólo es imposible predecir el desarrollo futuro del universo a largo plazo, sino también en cada uno de los pasos instantáneos de su existencia. Frente al macrocosmos determinista pero caótico, cuya evolución exacta nunca seremos capaces de predecir a largo plazo, se alza un microcosmos intrínsecamente probabilístico, cuya evolución sólo se puede seguir de forma estadística. Ambas cosas a la vez, aunque aún no tenemos idea de cómo compaginarlas.
El mundo material, objeto de estudio para la ciencia, podría representarse, en esta visión de la física moderna, mediante un segmento de línea recta, en uno de cuyos extremos se encuentra el determinismo potencialmente caótico, que predomina en la acción macroscópica de la gravedad, mientras al otro extremo se situaría el indeterminismo intrínseco, representado por la física cuántica microscópica.
Hasta aquí la imagen del mundo, tal como la ve hoy la física. Por un lado, un determinismo aparente que en el fondo resulta borroso, porque el universo es caótico; por el otro, se nos cuela el indeterminismo. ¿Dónde queda entonces la libertad del hombre?
Es evidente que la voluntad libre, como la interpretaban los filósofos clásicos, como la sienten todos los seres humanos sin excepción, es incompatible con el determinismo. Pero sería un error pensar que pueda tener algo que ver con el indeterminismo cuántico. Cuando un átomo radioactivo se desintegra, no lo hace ejercitando su libertad, sino sometido al influjo asfixiante de la probabilidad. Es posible que un átomo tarde diez veces más que otro en desintegrarse, pero su longevidad no se debe a una elección individual, sino al juego de fuerzas ciegas que, en promedio, hacen cumplir la regla de que la mitad de los átomos debe desintegrarse en un tiempo perfectamente determinado.
¿Es libre el hombre? Es obvio que estamos determinados por muchos factores: nuestros genes, la educación que hemos recibido, el ambiente en que nos hemos criado, los libros que hemos leído, toda nuestra historia personal. Pero en el fondo de nuestra consciencia estamos convencidos de que, ante un dilema, tenemos libertad para elegir. De hecho, toda la estructura de nuestra sociedad se vendría abajo si esta hipótesis no fuese cierta. Por ello, incluso los más fervientes oponentes de la existencia real de la libertad humana hablan y actúan constantemente como si creyesen en ella.
La ciencia moderna parece tener una fijación respecto a la libertad humana: se limita simplemente a negar su existencia. En contraposición con todos los principios fundamentales del método científico, supedita los hechos a las teorías y niega la existencia del fenómeno que no consigue explicar. Sin embargo, la libertad humana es susceptible de experimentación. Además, cualquier experimento científico pone en juego la libertad de su diseñador.
Puesto que la libertad humana no parece compatible con el determinismo macroscópico ni con el indeterminismo microscópico, hagamos lo que se suele hacer en la ciencia cuando se produce una situación así: postular la existencia de un campo nuevo y desconocido, ajeno a nuestros conocimientos previos y abierto a la exploración. Eso es lo que hicieron, en el paso del siglo XIX al XX, Henri Becquerel (1852-1908) al descubrir la radiactividad; Max Planck (1858-1947) con la teoría de los cuantos; y Albert Einstein (1879-1955) con la teoría de la relatividad. Postulemos que la estructura profunda del universo no se reduce a un segmento con dos extremos, añadamos una nueva dimensión y supongamos que se parece más a un triángulo con tres puntas.
El determinismo, el indeterminismo y la voluntad libre podrían ser los tres vértices de ese triángulo, dos de los cuales están totalmente situados en el mundo material (y sujetos por ello al estudio de la ciencia) mientras el tercero se introduce como punta de lanza en el mundo sobrenatural.
Supongamos que Dios, en su providencia y para dirigir el desarrollo de su diseño inteligente, se relaciona con el mundo actuando sobre cada uno de los tres vértices del triángulo.
Por ejemplo, hoy se piensa que la extinción de los dinosaurios tuvo lugar hace sesenta y cinco millones de años como resultado del impacto sobre la Tierra de un cuerpo celeste (un asteroide o un cometa). La desaparición de los dinosaurios tuvo la consecuencia de que los mamíferos, que hasta entonces se habían visto reducidos a un tamaño pequeño, tuvieran campo libre para evolucionar aprovechando todos los nichos ecológicos ocupados por animales grandes, que habían quedado súbitamente libres. De ahí surgió la cadena evolutiva que condujo directamente al hombre. Podría imaginarse que, en un diseño inteligente que tuviera por objeto la aparición de una especie inteligente en la Tierra, Dios hubiese planeado ese impacto en las condiciones iniciales impartidas desde un principio al universo. Fenómenos de este tipo tuvieron lugar más de una vez durante la historia de la Tierra y habrían permitido impartir modificaciones importantes al proceso evolutivo.
Quizá éste modo de acción sea el apropiado para dirigir la evolución a través de algunos puntos críticos que salpican la historia de la vida en la Tierra, como la aparición de la fotosíntesis, que permitió a la vida aprovechar la energía solar, liberándola de su dependencia de fuentes de energía mucho menos fiables (como los relámpagos y los volcanes) que hasta entonces habrían conducido a la generación espontánea de materia orgánica; o el paso de un nivel de la vida al siguiente, cuando varios individuos se unieron, renunciando a su individualidad, para formar un único individuo de orden superior, lo que ha ocurrido decenas de veces en cuatro niveles diferentes.
Afortunadamente, la tercera forma de acción divina no es la única con la que Dios puede manipular el universo. De serlo, nos encontraríamos ante un creador impotente, que para conseguir sus objetivos dependería exclusivamente de los seres humanos o de cualesquiera otros seres inteligentes y libres que pueda haber en el cosmos, al estilo de los dioses del mundo imaginario descrito por la novelista Lois McMaster Bujold en varias de sus novelas [10].
A la vista de muchas cosas que ocurren en el mundo, parece como si Dios hubiese decidido abstenerse de actuar directamente cuando tiene la posibilidad de hacerlo a través de seres humanos, incluso aunque éstos puedan fallarle. Es posible que, de no hacerlo así, si Dios corrigiese nuestros fracasos, nuestras debilidades, y los efectos negativos del egoísmo y la malicia en el hombre, fomentaría el quietismo, iría en contra de nuestra responsabilidad. ¿Para qué esforzarse, diríamos, si Dios siempre lo arregla todo? Esta podría ser una de las respuestas al argumento ateo que dice que los horrores de Auschwitz demuestran que Dios no existe. En realidad, lo que demuestran los horrores de Auschwitz es que el hombre es responsable de sus actos, que Dios no es una máquina dispuesta a arreglar automáticamente los desperfectos que nosotros causemos.
Por otro lado, durante la mayor parte de la duración del cosmos, el tercer modo de la acción divina habría sido imposible. Sólo desde la aparición del hombre, con la intrusión del mundo sobrenatural en el universo material a través de nuestra libertad, se habría introducido en la estructura del cosmos la segunda dimensión, que convierte en triángulo el segmento unidimensional original. Es en este sentido como debe interpretarse la afirmación bíblica de que el universo ha sido hecho para los seres humanos, o en palabras más modernas, que el objeto del diseño inteligente del universo es la aparición de seres capaces de actuar con libertad, tan cuestionada por los ateos y tan mal entendida por el hombre del siglo XXI.
En la Edad Media, como consecuencia de la cosmología cristiana, se creía que el hombre era el centro y la razón del universo, el ser más importante del cosmos. A partir del siglo XVI, esta idea ha ido recibiendo golpe tras golpe. Primero fue Copérnico, que quitó a la Tierra el lugar central. Después vino Darwin, que quitó al hombre su papel especial entre los seres vivos, convirtiéndolo en un animal más. Más tarde Freud demostró que el hombre no es más que un amasijo de tendencias subconscientes, motivado únicamente por la sexualidad y el miedo a la muerte. Finalmente, a lo largo del siglo XX, de nuevo la astronomía ha venido a demostrar que ni siquiera el sol o nuestra galaxia de la vía láctea desempeñan ningún papel especial en el cosmos. En consecuencia, el hombre es un ser totalmente carente de importancia.
Esta conclusión es un caso flagrante de non sequitur. Quizá precisamente por ello, este mito moderno ha alcanzado una propagación casi universal, incluso en ambientes científicos e históricos, a pesar de que está plagado de falsedades, falacias y medias verdades de principio a fin. En primer lugar, aunque en la antigüedad y la Edad Media europea se creía que la Tierra estaba en el centro del universo, no por eso se le daba una importancia especial. Por el contrario, el desprecio hacia la Tierra y sus habitantes, en comparación con la extensión del cosmos, es uno de los lugares comunes de la literatura de aquellas épocas. En otro artículo [11] he mencionado algunas citas que lo demuestran.
En segundo lugar, Darwin no ha demostrado (ni al parecer tuvo intención de hacerlo) que el hombre sea un animal más. De hecho, muchos biólogos actuales consideran que los efectos que la especie humana ha provocado sobre la Tierra son tan grandes, que pueden compararse, incluso favorablemente, con fenómenos como la aparición de la vida o la invasión de los continentes por las plantas verdes, que en su día cambiaron el mundo. Por ello, opinan que nuestra especie debería recibir al menos la categoría de reino en las clasificaciones biológicas.
El hombre es la única especie que por sí sola ha cambiado el aspecto del planeta; lo ha convertido en emisor neto de radiación electromagnética de baja frecuencia; ha acumulado en su cerebro, sus libros y sus memorias de ordenador mayor cantidad de información que todos los demás seres vivos juntos; está provocando una extinción global que afecta a casi todas las demás especies; ha eliminado especies completas de seres vivos a propósito y con plena consciencia de lo que hace, y ha llegado a ser capaz de destruirse a sí mismo. Para bien o para mal, la especie humana es única.
La diferencia genética entre el hombre y sus más próximos parientes animales, los chimpancés, puede ser pequeña (se habla del 1,5 por ciento), pero esto no significa nada. La diferencia de temperatura entre el agua a 99,99ºC y el agua a 100,01ºC, a la presión normal en el nivel del mar, es aún más pequeña en proporción, y sin embargo ambas formas del agua no pueden ser más diferentes: la primera está en estado líquido y la segunda en el gaseoso. Los físicos conocen bien los fenómenos de los puntos críticos y los cambios de estado. Es evidente que, entre el chimpancé y el hombre, la evolución atravesó un punto crítico que dio lugar a la aparición de un tipo de ser totalmente nuevo, único hasta entonces en la historia de la vida en nuestro planeta. Todos los intentos para reducir al hombre a la mera animalidad no son más que otros tantos esfuerzos desesperados del ateísmo ideológico para rebajarle. En el fondo, un simple medio para desacreditar la fe en un Dios creador.
Por otra parte, también es falso que el cristianismo ponga al hombre en el centro. Ocurre todo lo contrario: es Dios quien está en el centro. El papel del hombre en la cosmovisión cristiana es importante, sí, pero nunca central. Curiosamente, son los ateos los que insisten en poner al hombre en el centro, incurriendo con ello en una flagrante contradicción de la que no sé si se dan cuenta, pues a veces parecen ciegos a todo lo que no esté de acuerdo con sus ideas preconcebidas: una actitud totalmente opuesta a la exigida por el método científico. La estrategia atea se reduce a rebajar al hombre para eliminar a Dios, pero una vez creen haber conseguido ese objetivo, intentan alzarlo por encima de todo, convirtiéndolo en la única medida y razón de todo lo que existe [12]. De hecho, hay ateos que están dispuestos a aceptar un Dios que no se sitúe al principio del universo, sino al final, que aparecezca como resultado y producto de la evolución, de ese progreso indefinido que desde hace poco más de doscientos años se ha convertido en el mito más importante de nuestra época [13].
El siglo XX, el tiempo de mayor dominio de las ideologías ateas, es también uno de los más oscuros de la historia de la humanidad: Hitler hizo matar a seis millones de judíos, gitanos y otras minorías; Stalin, con sus purgas, a treinta millones de sus ciudadanos; Pol Pot y sus jemeres rojos, a un tercio de la población de Camboya; día tras día, en goteo incesante, se masacra a decenas de millones de seres humanos no nacidos. Y es precisamente ahora, en un alarde de cinismo y de hipocresía farisaica, cuando los ateos están extendiendo la especie de que las religiones, especialmente las monoteístas, fomentan la violencia y la muerte, aduciendo ejemplos como la inquisición española, que en sus más de trescientos años de existencia perpetró tres o cuatro mil ejecuciones.
Hay fanáticos en todos los campos, incluso en los de fútbol. Pero los fanáticos ateos han provocado más destrucción que los asirios, los hunos, las hordas mongolas y el conjunto de todos los pueblos que, a lo largo de la historia, han conseguido triste fama de crueldad y de muerte. Por eso sería ridículo, si no fuese más bien trágico, que los ateos se arroguen cada día en los medios de comunicación la fama de ser los más tolerantes, los más pacíficos y los únicos defensores del diálogo y de la feliz convivencia humana, cuando la historia y los hechos cotidianos demuestran precisamente lo contrario.
Los tres modos de la acción divina esbozados en este artículo proporcionan un indicio de cómo podría Dios manipular un diseño inteligente del mundo, de tal manera que el resultado sea indistinguible, desde dentro, del juego de la casualidad. Si esta visión es correcta, jamás seremos capaces de demostrar científicamente que el universo sea consecuencia de un diseño inteligente (y, por ende, la existencia de Dios). El diseño inteligente no llegará nunca a alcanzar categoría científica, pues es imposible demostrar su falsedad. Sin embargo, se trata de una teoría metafísica defendible, al mismo nivel que su contraria, que niega la existencia de un Dios creador y afirma que en el universo todo es consecuencia del puro azar: una ideología atea que a menudo se confunde con la teoría de la evolución, cuando ambas deberían distinguirse claramente, pues la segunda cae bajo el paraguas del método científico, que resulta completamente ajeno a la primera.