La ciencia, el relativismo y la moral en nuestro tiempo

Manuel Alfonseca

El relativismo, moral o intelectual, es siempre autocontradictorio. La famosa frase: "No existen verdades absolutas", se destruye a sí misma, pues si no existen tales verdades, esa frase tampoco puede serlo, lo que quiere decir que admite su propia falsedad en algunas circunstancias: dicho de otro modo, que sí pueden existir verdades absolutas.

Desde tiempo inmemorial, la postura moral dominante aceptó la existencia de normas morales de validez absoluta. Sólo desde el siglo XIX, el relativismo moral se ha extendido de forma exagerada, pero como todo relativismo, se contradice continuamente. Es curioso que sea precisamente durante el siglo XX, la cumbre del relativismo moral, cuando se ha promulgado la validez universal de los derechos humanos, en un ejercicio inconsciente de absolutismo moral.

El relativismo moral se autodestruye en cuanto el relativista moral se siente tratado injustamente. Defendiendo vociferante sus derechos, apela implícitamente a la validez universal del axioma moral de la justicia: "que los demás me den lo que me corresponde". Así, en primera persona, es un principio moral universalmente aceptado por todos los seres humanos que existen o han existido, lo que demuestra la falsedad de las teorías relativistas, que en realidad no se aplican nunca a todas las normas morales, sino sólo a aquéllas cuya validez quiere negar el supuesto relativista. Pero siempre dejará otras que las suplantan o que permanecen.

Otra teoría, muy difundida en nuestra época a la vez que el relativismo, a pesar de que lo contradice, afirma que nuestras normas morales son cada vez más exigentes, que la ética de la especie humana va mejorando y refinándose con el tiempo. Se trata de una de las versiones de la doctrina del progreso indefinido. En defensa de esta teoría, se aducen ejemplos como el horror a la esclavitud, la pena de muerte, la guerra, la violencia y la tortura, que se extienden cada vez más y nos hacen juzgar negativamente hechos históricos que en su día estuvieron bien vistos, como las Cruzadas o la Inquisición. También se aduce la preocupación creciente por los derechos humanos y la aversión que despiertan las transgresiones flagrantes de esos derechos.

Esta teoría olvida tres cosas: primero, la tendencia no es universal en la humanidad, pues se reduce casi exclusivamente a Occidente; segundo, tiene explicación en el hecho de que el siglo XX ha sido testigo de la mayor explosión de violencia de todos los tiempos, por lo que nuestro horror a la guerra puede ser simplemente una reacción coyuntural; tercero, las mayores exigencias éticas se ven contrapesadas por grandes retrocesos. En apoyo del segundo argumento puede aducirse el resurgir de la teoría de la guerra justa en la década de los noventa, en relación con la acción internacional en la antigua Yugoslavia. Como ejemplo del tercero, podríamos citar la promiscuidad sexual (en este campo hemos regresado a una situación muy parecida a la de hace dos mil años) o la tremenda mortandad de seres humanos no nacidos provocada por la aceptación del aborto, a la vez un ejercicio de violencia y una escandalosa contradicción de la doctrina de los derechos humanos, disfrazada tras la negación anticientífica del carácter humano del embrión y de la identidad biológica individual, que se extiende desde el momento de la concepción hasta la muerte.

Tomada en conjunto, es probable que nuestra época no tenga más exigencias éticas que las inmediatamente anteriores. Simplemente, enfoca con más atención unos preceptos morales con exclusión de otros, como ha ocurrido en todo tiempo y lugar. No se puede hablar, por tanto, de avance moral evidente: la lucha del bien y del mal continúa con la misma intensidad de siempre. Sólo se ha desplazado el escenario de la batalla.

En plazos muy largos, quizá sí pueda hablarse de avance moral de la humanidad. La monogamia, que hace posible uniones más profundas entre dos personas, parece haber sido una adquisición relativamente reciente y avanzada (que ahora vuelve a encontrarse amenazada). Por otra parte, Jesús afirmó traer avances concretos sobre cuestiones morales: "Habéis oído que se dijo a los antiguos... pero yo os digo..." Algunos de los ejemplos aducidos en párrafos anteriores pueden considerarse mejoras, pero se trata de un avance moral perceptible sólo en grandes escalas de tiempo, del orden de los millares de años.

Por otra parte, el mal también va alcanzando nuevas cotas a través de la historia: los avances técnicos hacen posible realizar actos que horripilarían a los habitantes de otras épocas. La perversión se hace cada vez más elaborada. Los medios audiovisuales y de comunicación difunden ideas y métodos nocivos a personas a las que jamás se les habrían ocurrido espontáneamente. Quizá sea posible defender la teoría de que, por término medio, la suma del bien (con signo más) y del mal (con signo menos) permanece aproximadamente constante a través de los tiempos. Cada vez tenemos más oportunidades para ser mejores, pero al mismo tiempo crecen nuestras perspectivas para ser peores. La media podría resultar muy próxima a cero, aunque, en mi opinión, puede que sea ligeramente positiva.

Con una barbarie espeluznante se mezcla a veces un sorprendente altruismo. En 1993, durante la guerra de Bosnia, el noticiario de televisión mostró unas imágenes tomadas en Sarajevo. Se veía a la gente andando por la calle como si todo fuese normal. De pronto, según nos informaba la voz del locutor, un francotirador oculto en lo alto de un edificio comenzó a disparar. Inmediatamente se produjo el caos: todos corrían. Una señora de unos setenta años, alcanzada por un disparo, cayó al suelo y empezó a gemir. La escena era suficiente para hacer perder la fe en la especie humana. Pero apenas comenzaron a oírse los gemidos, varios hombres jóvenes que corrían para ponerse a salvo se detuvieron, volvieron sobre sus pasos y, olvidando su propia seguridad, recogieron a la anciana y se la llevaron. La segunda parte de la escena era suficiente para devolver la fe en la especie humana. Al lado de la maldad más abyecta, florece a menudo el desprendimiento más valeroso. ¡Ojalá cada uno de nosotros fuese capaz de responder así en el momento oportuno!

La tolerancia

En el mundo occidental, en los albores del siglo XXI, la virtud suprema parece ser la tolerancia. Todo el mundo la alaba, nadie quiere que le consideren intolerante, epíteto que ha pasado a ser el más utilizado para apostrofar a otros. La película muda de Griffiths, "Intolerancia", se ha convertido en uno de los pilares del cine del siglo XX.

Cuando el hombre moderno se llena la boca de alabanzas a la tolerancia, se refiere en el fondo a la tolerancia respecto a ciertas cosas, pero no a otras. Es preciso tolerar lo que podríamos llamar los "pecados progresistas": la promiscuidad sexual, la homosexualidad, el aborto... Hoy comienza a añadirse a esta lista la mentira. Se oye decir en los medios de comunicación que un acusado tiene derecho a mentir en el tribunal para defenderse. No siempre ha sido así: en todas las jurisdicciones del mundo civilizado sólo se ha reconocido el derecho de no declarar contra sí mismo. Callarse no es mentir. Y si se miente bajo juramento se comete perjurio, independientemente de que el motivo sea el instinto de conservación. A veces, también se puede añadir el robo a la lista: en algún caso se ha justificado aduciendo que el beneficio no era para el ladrón, sino para su partido político.

Pero el hombre moderno jamás alabará la tolerancia respecto a otras acciones, que aún nos parecen censurables a casi todos: el genocidio, la tortura o la injusticia, por ejemplo. Pocos partidarios del relativismo moral justificarán estas cosas, desmintiendo así su supuesto relativismo, pues en cuanto se acepte el valor absoluto de un solo principio, pierden todo su peso los argumentos en favor de la validez de una ley moral adaptable a cada individuo o colectividad. También se viene abajo la supuesta pérdida del sentido del pecado en nuestra época, pues ¿qué son estas cosas, sino pecados oprobiosos para la humanidad de hoy? Y ¿qué otra cosa, sino sentido del pecado, es la permanente sensación de culpabilidad de Occidente respecto al tercer mundo?

Es curioso que las mismas personas que se declaran relativistas a ultranza cuando se trata de moral sexual o de aborto, se alzan frente a los argumentos relativistas de algunos países asiáticos o africanos contra la validez universal de los derechos humanos. Es curioso, pero también triste, porque estas personas ni siquiera se dan cuenta de que se contradicen. Caer en contradicción es el destino inevitable de todos los relativismos. En cambio, la afirmación de que existen valores absolutos no conlleva contradicción alguna: es perfectamente coherente.

En otro alarde de incoherencia, estas mismas personas suelen rechazar la libertad para expresar ideas contrarias a la ortodoxia progresista, es decir, se utiliza la tolerancia como argumento para justificar su propia intolerancia, pues no es otra cosa la negación de la libertad de expresión a otros por razón del cargo que ocupan. Siempre que el papa o los obispos expresan públicamente su opinión contraria al aborto o a la promiscuidad sexual, no tardan en surgir voces que rechazan, no sus palabras, sino el hecho de haberlas pronunciado, acusándoles de intolerancia o de injerencia en asuntos que no les atañen. En el colmo del absurdo, se niega a la Iglesia la facultad de dar su opinión en cuestiones morales.

Con demasiada frecuencia, políticos, periodistas, actores, cineastas, reclaman vociferantes su derecho a la libertad de expresar sus ideas, pero no aceptan la libertad de los demás a defender las ideas opuestas. Lo peor es que ni siquiera se dan cuenta de que su postura es un caso flagrante de intolerancia.

Como todas las virtudes aristotélicas, la tolerancia es una virtud de término medio. Se puede pecar contra ella por exceso o por defecto. La intolerancia extrema es un defecto, pero también lo es su contrario: el exceso de tolerancia, que puede ser aún más injustificable. En palabras de E. Burke (1729-1797), político y escritor inglés: "Existe un límite en el que la tolerancia deja de ser virtud" [1].

La tolerancia total y consciente no es sólo un mal: es imposible, autocontradictoria. La persona para quien la tolerancia es el bien supremo no puede aceptar la intolerancia en otros, por tanto tiene que ser intolerante contra los intolerantes. Llevada al extremo, la tolerancia se convierte en su opuesta, se destruye a sí misma. Como dijo Leopardi: "Ninguna cualidad humana es más intolerable en la vida ordinaria, ni de hecho menos tolerada, que la intolerancia" [2].

Es evidente que el exceso de tolerancia se transforma rápidamente en un mal injustificable. Si permites que un ser humano asesine a otro en tu presencia sin hacer nada por evitarlo, no vale decir que has sido tolerante: te has convertido en cómplice del asesinato, un pecado mucho peor que la intolerancia. La famosa cita de Bertold Brecht: "Vinieron a buscar a mi vecino judío, y no protesté, porque no soy judío; vinieron a buscar a mi vecino comunista y no protesté, porque no soy comunista; vinieron a buscar a mi vecino homosexual y no protesté, porque no soy homosexual; vinieron a buscarme a mí, y no pude protestar, porque no quedaba nadie que pudiera oírme" es un justo ataque contra el exceso de tolerancia en unas situaciones que, hoy día, toda la gente de bien coincide en que son inaceptables. Hay casos en los que es obligatorio ser intolerante.

Victor Hugo dijo más o menos lo mismo, con otras palabras: "La aceptación de la opresión por el oprimido acaba por transformarse en complicidad; hay bastante solidaridad y vergüenza compartida entre el gobierno que hace el mal y el pueblo que lo deja hacer. Sufrir es venerable, someterse es despreciable" [3].

La actitud moderna, que hace de la tolerancia una virtud absoluta (contradiciendo el relativismo dominante) y anatematiza a quien no esté de acuerdo (haciendo así, a la vez, un alarde de intolerancia), es una postura esencialmente hipócrita. Es curioso que sea éste uno de los epítetos preferidos por los supuestos tolerantes (realmente intolerantes) para oponerse a las ideas contrarias a las suyas. Se llama hipócrita a quien se opone al aborto libre (como si los defensores de la vida realizaran abortos clandestinos), o a la promiscuidad sexual (como si sus oponentes fuesen todos promiscuos en secreto). En este caso, el verdadero hipócrita es el que llama hipócritas a los demás.

Para un cristiano, la enseñanza de Cristo es favorable a la tolerancia: "No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados" [4]. "¿Cómo ves la paja en el ojo de tu hermano y no ves la viga en el tuyo?" [5]. "El que de vosotros esté sin pecado, que arroje la primera piedra" [6]. Sin embargo, su ejemplo hace imposible sostener que la tolerancia sea una virtud absoluta y la violencia siempre injustificable. La expulsión de los mercaderes del templo [7] fue un ejercicio al mismo tiempo de intolerancia y de violencia. Cristo nos demostraba que hay cosas que no se pueden tolerar, y que en esos casos está justificado usar de cierta violencia para impedirlas, incluso por parte de quien afirmó que "los mansos heredarán la Tierra" [8] y se definió como "manso y humilde de corazón" [9].

Por eso, la teología cristiana ha hablado tradicionalmente de ira santa (contra el pecado) y de santa intolerancia (contra lo que sería pecado tolerar). También han defendido esta postura escritores laicos, como Ugo Foscolo: "Es bella la tolerancia de las opiniones. La alta y noble intolerancia debe actuar inflexiblemente sobre las acciones, especialmente sobre aquellas que no surgen por la fuerza de una pasión súbita, sino por el hábito vil de un ánimo triste, desvergonzado y cruel" [10]. Incluso en nuestros tiempos de inflación de tolerancia, casi nadie sostiene que la segunda guerra mundial para detener a Hitler o los ataques de la OTAN para impedir el genocidio en Bosnia y Kosovo fueran actos injustos.

Es obvio que se puede abusar de la ira santa y de la santa intolerancia, cayendo en el pecado contrario, la intolerancia injustificable. Hay innumerables ejemplos a lo largo de la Historia. Como escribió R. Southey (1774-1843), poeta e historiador inglés: "La furia de la persecución es el más enloquecedor y peligroso de los vicios, porque nos engaña bajo la apariencia de virtud" [11]. Debe recordarse, sin embargo, que estas palabras pueden aplicarse también a los que, en nombre de la tolerancia, emprenden una cruzada contra supuestos intolerantes.

Hoy, cuando la tolerancia reina como virtud suprema, es conveniente recordar estas cosas. Cuando el péndulo se alarga en una dirección, es bueno tirar de él en sentido contrario, aunque con un cuidado exquisito para no pasarnos del punto medio.

El aborto

Todas las épocas tienen puntos ciegos, tanto en la ciencia como en la moral. Los griegos se atascaron con la cuadratura del círculo, a la que dedicaron inmensos esfuerzos, condenados a resultar infructuosos, pues el problema no tiene solución. Nosotros estamos atascados en el problema de la flecha del tiempo, al que muchos físicos cierran los ojos, negando su existencia.

Con la moral pasa lo mismo. La esclavitud en que arrojó Occidente a los pueblos negros africanos a partir del siglo XVI tenía defensores que sostenían, para apoyar sus ideas, que los negros no son verdaderos seres humanos o, con otras palabras, que no tienen alma. Esta institución se mantuvo durante trescientos años, hasta que, a lo largo del siglo XIX, se impuso la tesis contraria, la de la igualdad esencial de todos los seres humanos. Hoy nos permitimos el lujo de condenar a las gentes que vivieron en aquella época, juzgándolas bárbaras por haber admitido la esclavitud. Sin duda nos consideramos mejores que ellos.

Pero nosotros también tenemos cegueras morales. Dentro de trescientos años se nos condenará por haber caído en la barbarie del aborto, por el asesinato de millones de seres humanos no nacidos, que hoy parece a muchos progresista y avanzado. Incluso se utiliza en su defensa el mismo argumento que hace cuatro siglos defendía la esclavitud: negar a las víctimas su cualidad humana. Es posible que el siglo XX, de cuya defensa de los derechos humanos estamos tan orgullosos, pase a la historia como la época en que se negó el derecho elemental a la vida a una proporción significativa de la humanidad.

¿Es un progreso la liberación del aborto? ¿Acaso es progreso volver a la situación que existía en Roma hace dos mil años? Durante el Imperio se negaban los derechos civiles a los recién nacidos hasta que cumpliesen veinticuatro horas. Antes de ese momento, estaba permitido el infanticidio y, naturalmente, el aborto. Una de dos: o bien el supuesto progreso de la liberación del aborto es en realidad un retroceso, o bien habrá que admitir que la Roma imperial estaba socialmente más avanzada que nosotros, que los dos mil años transcurridos han supuesto una marcha atrás en la historia de la humanidad. En ambos casos cae por tierra el mito del progreso indefinido, tan caro al hombre moderno.

¿Cuándo comenzamos a existir como individuos? Uno de los primeros en responder a esta pregunta fue el filósofo griego Heráclito de Éfeso (c.576-480 a. de J.C.), que llegó a la conclusión de que "todo cambia, nada permanece". El universo entero está en movimiento incesante, no existe nada que se pueda llamar permanente. En consecuencia, el individuo humano carece de realidad absoluta: cada instante de nuestra vida señala el comienzo de un nuevo ser, que no tiene nada en común con el que le precedió ni con el que ha de seguirle.

En contraposición a Heráclito surgió la filosofía de Parménides de Elea (siglo V a. de J.C.), según la cual, para que algo cambie tiene que haber otro algo permanente y fundamental, el ser uno, continuo, eterno, infinito e inmutable. Cada uno de nosotros no es más que una manifestación local de dicho ser permanente. Parménides es, pues, panteísta.

La polémica entre las dos teorías extremas se prolongó durante siglos y en cierto modo continúa en nuestros días, en otro plano. Me refiero a la eterna disputa entre los partidarios de la herencia (lo permanente) como base fundamental del comportamiento humano, y los que, como Skinner y los "conductistas", lo cifran todo en la educación y en los efectos del ambiente, todos esos elementos variables que nos afectan y nos rodean.

Es probable que la verdad esté a mitad de camino entre los dos extremos. Parafraseando a Ortega, podríamos decir que "yo soy yo (mis genes) y mi circunstancia (la educación y el ambiente en que me he desenvuelto)". Es evidente que el individuo humano está sujeto a modificaciones continuas, pero existe en él algo que no cambia, una base permanente que nos permite identificarnos hoy con lo que fuimos hace veinte, cuarenta, sesenta años.

Admitida la existencia del individuo humano, volvamos a la pregunta del principio: ¿cuándo comenzamos a existir?

Con la invención del microscopio compuesto por el holandés Zacharias Janssen a finales del siglo XVI, se abrió el camino para la investigación del origen de los seres vivos y, en particular, del hombre. Pronto se descubrió que muchos seres se reproducen mediante la fusión de una célula materna (el óvulo) con otra paterna (el espermatozoide). La célula mixta, el cigoto, se desarrolla independientemente de sus padres (en forma de huevo), o bien (como ocurre en los mamíferos) permanece ligado a su madre durante cierto tiempo.

Durante los siglos XVII y XVIII, las teorías biológicas sobre el origen de los individuos podían clasificarse en dos grandes grupos. Los "preformistas" sostenían que la forma humana está ya esbozada y sólo tiene que crecer y desarrollarse, ya sea en el óvulo (opinión de Malpighi) o en el espermatozoide (Leeuwenhoek, Leibnitz, etc). Algunos creían ver un "homúnculo" (un hombre pequeñito) al mirar los espermatozoides al microscopio.

Frente a ellos se alzaron los "epigenistas" (Harvey, Wolff), para quienes el óvulo fecundado sólo contiene la forma humana en potencia, siendo capaz de desarrollarse y generar órganos que antes no existían. Los avances de la técnica microscópica han dado la razón a los epigenistas frente a los preformistas: el homúnculo no existe.

En 1831, Robert Brown descubrió que en el interior de muchas células hay un glóbulo más denso y oscuro, al que llamó "núcleo". Su papel en la reproducción celular se demostró pronto fundamental. Ciertos filamentos situados en su interior, descubiertos por Walther Flemming en 1879 y denominados "cromosomas" por Wilhelm von Waldeyer en 1888, parecían poseer la clave de la herencia. Hoy sabemos que los cromosomas contienen largas cadenas dobles de ácido desoxirribonucleico (ADN), en las que está codificada la información genética necesaria para que una célula única pueda desarrollarse y dividirse hasta convertirse en un individuo adulto, y para que éste realice correctamente las funciones vitales durante toda su vida.

Todas las células de un ser vivo han surgido por división progresiva a partir de una célula única original. En el proceso de la división celular, las cadenas dobles de ADN contenidas en los cromosomas se separan, y cada una genera una copia de su complementaria. Así se duplica el número de los cromosomas. A continuación, la célula se parte en dos, y cada una de las células hijas se lleva la mitad de los cromosomas, con lo que las dos contendrán la misma información genética que la célula original. Casi todas las células de un organismo vivo contienen los mismos cromosomas, la misma información genética, que además es idéntica a la que contenía la célula-huevo original. En el caso del hombre, cada célula tiene 46 cromosomas.

La información genética de nuestras células es la "herencia", lo que nos define como individuos: cada uno de nosotros tiene un conjunto de cromosomas único y distinto del de los demás. En el conjunto de los seres humanos, cada gen puede presentarse en varias formas diferentes o alelos: un alelo de cierto gen determina que el individuo que lo posea tenga el pelo rubio, otra forma del mismo gen dará lugar al color moreno. Como los cromosomas contienen miles de genes, el número de combinaciones posibles es elevadísimo. Es prácticamente imposible (salvo en el caso de gemelos idénticos) que dos individuos cualesquiera tengan la misma dotación genética.

Hay una excepción: las células reproductoras, óvulos y espermatozoides, sólo tienen la mitad de cromosomas: 23 en el hombre. Al unirse un óvulo con un espermatozoide, los cromosomas de ambos se reúnen en un sólo núcleo, con lo que el cigoto vuelve a tener el número normal: 46 en el hombre. Pero ya no contiene la misma información genética que los de su padre o los de su madre, pues sólo tiene la mitad de los cromosomas de cada uno. Se ha producido una recombinación genética, un barajamiento de los genes, una nueva combinación única: acaba de surgir un nuevo individuo.

Desde el instante de la fecundación, el cigoto tiene los mismos cromosomas (la misma herencia, lo que define la individualidad de un ser vivo) que cada una de las células del mismo ser cuando sea adulto. No hay solución de continuidad en el desarrollo, excepto en el caso mencionado de los gemelos idénticos, cuando el grupo de células que procede de un solo cigoto se divide en dos o más partes, cada una de las cuales sigue desarrollándose hasta convertirse en un individuo independiente. A veces, la separación no es completa, por lo que pueden llegar a nacer dos individuos fusionados corporalmente (hermanos siameses). También existe el caso excepcional de las quimeras, que se producen cuando dos cigotos diferentes se fusionan y siguen evolucionando para dar lugar a un solo individuo, cuyas células pertenecen a dos estirpes genéticas diferentes. Pero estos fenómenos sólo ocurren durante las primeras etapas de la división celular.

A partir de cierto punto, que ha sido atravesado mucho antes de que la madre sea consciente de su embarazo, un solo individuo, diferente biológicamente de ella, crece y se modifica como consecuencia de los procesos naturales y de las influencias de su ambiente. Para la Biología moderna no existe duda de que ese individuo es el mismo durante toda su vida, hasta el instante de su muerte. En consecuencia, provocar un aborto equivale a matar a ese ser humano, transgredir su derecho a la vida. En palabras del biólogo ateo Jean Rostand: "Crimen minúsculo, quizá, es matar a un ser humano de pocos días, que no mide más que unos milímetros, y todavía no tiene nada de la forma humana. Pero, de todas formas, crimen, y al que el respeto a lo humano puede tener algo que decir..." [12].

Ante el aborto, hay quien cree de buena fe, contrariamente a la opinión de la ciencia, que un embrión no es un ser humano. Los biólogos no tienen dudas al respecto. Hay biólogos partidarios del aborto, pero suelen ser los mismos que defienden la eutanasia de los deficientes mentales o la experimentación científica con seres humanos: niegan que el hombre tenga, en sí mismo, derecho inalienable a vivir. Admiten la comparación y sostienen que un ser humano puede tener más derecho que otro a la existencia.

Algunos, admitiendo que el individuo no tiene solución de continuidad desde la fecundación hasta la muerte, sostienen que es lícito acabar con su vida, pues no se trata de un ser humano "completo", cuando el embrión aún no ha desarrollado el sistema nervioso, especialmente el cerebro, pues no es capaz de pensar. Con este mismo argumento sería fácil justificar la eutanasia de las personas en estado comatoso o cataléptico, de algunos enfermos mentales.

Aun cuando existiesen dudas sobre la humanidad de los embriones, ¿no habría que concederles, como a los delincuentes, el beneficio de la duda razonable? En lugar de esto, se les condena a muerte sin juicio, olvidando uno de los principios fundamentales de la justicio: in dubio, pro reo.

La cuestión de si el aborto provocado debe despenalizarse no tiene nada que ver con la ciencia: es un juicio sobre actos humanos, que corresponde decidir a la moral. La base de la discusión no debe ser cuándo comienza la vida humana, sino si la vida del hombre tiene valor absoluto, o carece de él, o sólo lo posee hasta cierto punto.

Admitir una excepción es un paso extraordinariamente peligroso. Si algunos seres humanos (los embriones deformes viables) no tienen derecho a vivir; si algunos tienen más derecho que otros (caso del aborto terapéutico), o si se supedita el derecho a la vida de unos al derecho a la salud física o mental de los demás, se niega el valor absoluto de la vida humana, con lo que queda abierto el camino para la introducción de otras excepciones o comparaciones que quizá algún día puedan afectarnos personalmente.

Citemos de nuevo a Jean Rostand: "¿De quién se fiará uno para que fije... el mínimo corporal o psíquico, traspasado el cual se pierde o se atenúa el derecho a vivir? ¿A qué deslices no se hallará uno expuesto, en cuanto se haya admitido que un ser humano puede ser matado...?" [13].

Derechos y deberes humanos

El movimiento actual de defensa de los derechos humanos se plasmó políticamente, hace algunos siglos, en el "Bill of Rights" de la revolución inglesa (1688), en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América (1776), y en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), apenas comenzada la revolución francesa. A finales del siglo XIX, el movimiento sufrió cierto retroceso como consecuencia del auge de las ideas marxistas y colectivistas, que sostenían que los derechos del individuo deben ceder ante los de la comunidad. Pero los abusos que tuvieron lugar en Alemania y otros países durante los años treinta y cuarenta llevaron durante el siglo XX a la aceptación universal (al menos en principio) del "respeto universal y observancia de los derechos humanos y libertades fundamentales sin distinción de raza, sexo, lengua o religión" [14] y a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.

La vigencia teórica, cada vez más universal, de los derechos humanos, constituye otra sorprendente contradicción con el ambiente de relativismo moral que ha dominado desde el siglo XIX, cuando muchos pensadores occidentales decidieron que la ley natural no existía y la sustituyeron por el imperio de la utilidad. Si se quiere que ejerzan algún efecto práctico, los derechos humanos deberían tratarse como imperativos morales absolutos. La mayor parte de los pensadores modernos soslaya el problema cerrando los ojos y negándose a aceptar su existencia.

Así como el concepto de derecho está en auge, el de deber pasa por un mal momento. Los deberes no tienen "buena prensa". Sin embargo, derecho y deber son inseparables, como los polos norte y sur de un imán. Cada uno de ellos exige al otro. Nadie puede disfrutar de un derecho, a menos que otra persona tenga el deber de permitírselo. La declaración universal de derechos humanos podría escribirse de otra forma y convertirse en la declaración universal de deberes humanos. El resultado, totalmente equivalente, no perdería ninguna de sus aplicaciones prácticas. Sería interesante hacer este experimento.

El problema surge cuando dos derechos entran en conflicto. ¿Cuál de los dos tiene preferencia? Así, la cuestión del aborto libre puede plantearse como un conflicto entre el derecho de la madre a disponer como quiera de su cuerpo y el derecho a la vida de su hijo no nacido. Es curioso que el primero, que suele recibir la preferencia práctica, ni siquiera figure en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en la que sí figura el segundo, precisamente en el lugar de honor.

En cuanto a la supuesta inexistencia de la ley natural, la ciencia moderna parece reclamarla de nuevo. La historia de la vida ha pasado por una serie de etapas de complejidad progresiva, cada una de las cuales ha surgido de la anterior por unión de muchos individuos de rango inferior para formar un individuo único de orden superior. Así, varios ácidos nucleicos colaboran para formar una célula procariota; varias células procariotas que viven juntas constituyen una célula eucariota; muchas células eucariotas forman un solo individuo pluricelular (un hongo, una planta o un animal); y muchos animales pueden trabajar juntos para el bien de una entidad más compleja: el arrecife coralino, la colmena, el hormiguero o el termitero.

Cuando tiene lugar uno de estos cambios de nivel, una de estas agregaciones, se presenta un problema: la selección natural al nivel del individuo y del grupo son contradictorias. Para el individuo, el máximo beneficio evolutivo (que tiende a perpetuar y hacer proliferar sus genes en su descendencia) le lleva a una conducta esencialmente egoísta; para favorecer al grupo, en cambio, debería seleccionarse el comportamiento altruista de los individuos que lo componen.

En los ejemplos mencionados, la evolución ha encontrado una solución: si todos los individuos del grupo (excepto uno solo o unos pocos) pierden la capacidad reproductiva, la discrepancia desaparece, y el bien biológico de todos los individuos pasa a coincidir con el del grupo. Así, en los seres pluricelulares, sólo las células germinativas conservan la capacidad de reproducir al individuo de orden superior; las demás células del cuerpo no pueden perpetuarse indefinidamente. Así, en los insectos sociales sólo la reina y los machos son capaces de reproducirse: los demás individuos son estériles.

La sociedad humana constituye también un superindividuo incipiente. Pero, en este caso, no se ha producido la especialización reproductiva, por lo que la evolución ha tenido que buscar otros procedimientos para favorecer el bien del grupo frente al del individuo. Uno de ellos parece ser la ley natural [15], que se opone frontalmente al egoísmo biológico, pues impone al hombre una serie de comportamientos altruistas claramente contrarios a los que, en condiciones normales, le llevarían a perpetuar sus genes y maximizar su descendencia.

C.S. Lewis [16] realizó un estudio de las normas morales de sociedades y civilizaciones muy distintas y encontró una asombrosa uniformidad de las más importantes. Los antropólogos que creen encontrar razones para justificar la relatividad de la moral en el estudio del comportamiento de pueblos diversos, no suelen fijarse más que en la conducta sexual, que sí es muy variable, pero que a lo sumo constituye una parte secundaria de la conducta moral completa, que abarca reglas mucho más importantes, como la ley de beneficencia general (no matarás, ama a tu prójimo como a ti mismo, haz a los demás lo que quisieras que te hiciesen a ti); la ley de beneficencia especial (ama más a los más próximos a ti); la de la justicia (da a cada uno lo que le corresponde); la de la buena fe (no a la mentira y a la traición); los deberes para con los padres, ancianos, antepasados, hijos y descendientes; la misericordia (ayuda a los pobres, los enfermos, los hambrientos); y la magnanimidad (no respondas con violencia, ten valor).

Si es cierto lo que nos dicen los biólogos sociales: que la ley natural, la moral absoluta, es necesaria para la supervivencia del grupo, nuestra civilización se encuentra en un momento crítico. Porque la generalización de la conducta egoísta, consecuencia inmediata de la relatividad de la moral, tendrá consecuencias destructivas sobre nuestra existencia como entidad de orden superior y llevará más pronto o más tarde a la desaparición de nuestra sociedad.

El libre albedrío

Otro de los puntos ciegos de nuestro tiempo es el problema del libre albedrío. La doctrina filosófica materialista se ha impuesto en los ambientes científicos, que equivocadamente la consideran demostrada por la ciencia. El objetivo único de la ciencia es el estudio de los fenómenos naturales y la proposición de leyes y teorías para explicarlos. Estas leyes y teorías son siempre provisionales y no tienen carácter científico, a menos que sea posible demostrar que son falsas mediante la experimentación [17].

El materialismo no es científico, sino metafísico, porque es imposible demostrar su verdad o su falsedad. En realidad, se trata de un postulado. Estoy dispuesto a aceptar que, dentro de ciertos límites, es un postulado necesario y razonable. El materialismo metodológico consiste en dar por supuesto, cuando se realiza un experimento científico, que todas las causas que intervienen en el desarrollo del experimento son naturales y controlables, excluyendo la posibilidad del milagro o de la acción caprichosa de algún ente inmaterial no controlable. De no ser por este postulado, la ciencia no podría avanzar.

Pero a menudo se avanza un paso más y se niega la posibilidad de existencia de entes inmateriales, como Dios o el alma humana, libre e inmortal, sin darse cuenta de que, al dar este paso, se ha abandonado el campo de la ciencia. Este es el materialismo filosófico, que está muy lejos de haber sido demostrado científicamente, pues es indemostrable.

El materialismo filosófico no es necesariamente determinista. Puede ser también indeterminista, en el sentido en que lo es, por ejemplo, la mecánica cuántica. En ambos casos se opone a la existencia del libre albedrío, que con el determinismo y el indeterminismo constituye el tercer vértice de un triángulo. Defender el libre albedrío supone afirmar que podemos elegir, que hay decisiones nuestras que no están totalmente determinadas por nuestros genes, por la influencia del ambiente ni por el juego probabilista de la casualidad.

Es cierto que no somos totalmente libres, que estamos muy influidos por la herencia, la educación y nuestras experiencias, pero a pesar de todo estamos convencidos de no ser autómatas. Es cierto que la ciencia no puede explicar los mecanismos por los que el disparo de miles de millones de neuronas puede convertirse en la toma de algunas decisiones libres, razonadas y basadas en procesos lógicos o morales independientes de dichas neuronas. Pero que la ciencia no pueda explicar un fenómeno no autoriza a negar la realidad de éste. Todo el método científico se apoya en el principio básico del predominio de los experimentos sobre las teorías. En caso de discrepancia, éstas deben ceder ante aquellos. Sólo en el caso del libre albedrío se hace una excepción a esta regla y se predica el materialismo filosófico contra la experiencia permanente de la humanidad.

No se quiere reconocer que la negación del libre albedrío equivale a la destrucción completa de todas las bases de la vida social. Si no somos libres, a pesar del testimonio contrario y tenaz de nuestras percepciones, nadie puede ser culpable de nada, ni existe la responsabilidad. Los premios y los castigos no tienen sentido. La democracia como forma política pierde todo su valor, pues no se ve por qué la opinión mayoritaria de un conjunto de autómatas tiene que prevalecer sobre la de uno solo. Cae por tierra la ética, absoluta o relativa: si no somos libres, si no tenemos más remedio que hacer lo que hacemos, no existen actos buenos ni malos. Todo el mundo actúa como actúa porque no puede hacer otra cosa. Es inútil tratar de convencer a nadie para que cambie de modo de ser, porque no es libre de intentarlo: cae por tierra también la razón.

Las explicaciones materialistas del libre albedrío rozan a veces el ridículo. Wolfram [18] sostiene que debe ser algo parecido al funcionamiento de autómatas celulares sencillos, que a veces generan comportamientos completamente impredecibles, aunque totalmente deterministas. Nuestro cerebro es mucho más complejo, su comportamiento debe ser también impredecible. En eso consistiría el libre albedrío. El error de Wolfram consiste en confundir impredecibilidad con libertad, cuando no tienen nada que ver. Un ejemplo claro de esto lo proporciona la teoría del caos, que explica el modo en que fenómenos perfectamente deterministas pueden llegar a ser completamente impredecibles. Pero la idea del libre albedrío no surgió del hecho de que no sepamos predecir el comportamiento de los demás. Si así fuese, deberíamos suponer que el tiempo atmosférico o muchos procesos económicos también son libres, puesto que tampoco podemos predecirlos. La idea del libre albedrío no surgió de la contemplación de la conducta de otros seres humanos, sino de la introspección y la observación de los procesos que nos llevan a adoptar decisiones.

Es cierto que no sabemos explicar cómo funciona el libre albedrío. Este fenómeno se encuentra fuera del alcance de la ciencia actual: constituye por sí solo un campo totalmente ajeno a nuestros conocimientos científicos. La reacción típica de los materialistas es considerarlo una apariencia, una ilusión mental. Se trata de una reacción arrogante. No podemos admitir que nuestra ciencia, esa construcción de la que estamos tan orgullosos, falle en algo tan importante. Es mejor negar su existencia. Esta actitud es muy poco científica. Imaginemos que, a finales del siglo XIX, los físicos la hubiesen adoptado respecto a la radiación del cuerpo negro, el único fenómeno inexplicable para las teorías termodinámicas que habían llevado a muchos a predecir que el fin de la investigación científica estaba próximo. En tal caso, Planck no habría formulado la teoría cuántica. Algo parecido pudo suceder con el experimento de Michelson-Morley, que ponía en peligro una construcción (la Mecánica de Newton) que había alcanzado éxitos espectaculares en los doscientos años anteriores. Resultó que el experimento era importante: Einstein pudo explicarlo con la teoría de la Relatividad.

Hoy volvemos a jactarnos de estar muy cerca de alcanzar la teoría de todo, pero quizá somos menos humildes que nuestros antecesores. Deberíamos aceptar que no lo sabemos todo. Que tal vez nunca lleguemos a saberlo. Que hay muchas cosas que aún ignoramos. El funcionamiento del libre albedrío es una de ellas.

Referencias

 caso, el verdadero hipócrita es el que llama