La Cosmología, la otra vida y el argumento de la novela divina

Manuel Alfonseca

En el principio de cada gran ciclo cósmico, Vishnu se encuentra en eterno reposo. De su ombligo nace una flor de loto y de ésta surge Brahma, el creador, quien hace salir de las aguas el huevo cósmico, el universo, que se divide en dos mitades, cada una de las cuales comprende siete estratos. El primero de la mitad superior es la Tierra en que vivimos, en cuyo centro se alza el monte Meru, la montaña universal, por la que pasa el eje de rotación del huevo cósmico. Alrededor del monte se extiende el continente circular de la Rosa, rodeado sucesivamente por un mar de agua salada, un continente anular, un mar de azúcar, otro continente anular, un mar de leche, y así sucesivamente hasta completar el número de siete mares y siete continentes.

Llamamos Cosmología a la ciencia que estudia las propiedades, el origen y la evolución del universo. Desde la antigüedad remota, así como en las culturas más primitivas, el hombre se ha preocupado por estos temas y ha formulado respuestas que hoy pueden parecer ingenuas, en las que los hechos al alcance de sus conocimientos se mezclan con elementos mítico-religiosos para producir un todo coherente. El párrafo anterior describe una de estas cosmologías, que surgió en la India durante la segunda mitad del primer milenio antes de Cristo. Pero a medida que aumentaron los conocimientos del hombre respecto al mundo que le rodea, la proporción de elementos religiosos en las construcciones cosmológicas disminuyó. A partir del siglo XVI, y más claramente durante el XX, la Cosmología ha llegado a convertirse en una rama de las ciencias físicas.

Pero la Cosmología, considerada como ciencia, sólo puede aspirar a explicarnos cómo evolucionó el universo a partir de su origen. Hay otras preguntas importantes a las que jamás será capaz de responder, ya que quedan fuera del alcance del método científico. ¿De dónde salió el universo? ¿Por qué? ¿Para qué?

Estas preguntas corresponden a otro ámbito del saber humano: la Metafísica, que en su significado etimológico significa precisamente "lo que va más allá que la Física". Desde mediados del siglo XIX, especialmente a partir de los comentarios despreciativos de Karl Marx [1] y del predominio abrumador de la cultura científica, ha surgido una corriente de pensamiento que considera la Metafísica como una disciplina de segundo orden. Es irónico, por tanto, que la Física actual esté invadiendo el campo de la Metafísica para proponer respuestas a las preguntas anteriores, sin que los que así hacen sean siempre conscientes de lo que hacen.

En el fondo, la cuestión se reduce a una diferencia religiosa, más que metafísica. Cuando un científico inventa una teoría sobre el origen del universo que nadie podrá comprobar jamás (como la de los universos múltiples) o niega que haya que buscar razón alguna para su existencia, en el fondo lo que quiere es escapar de la necesidad de reconocer a un Creador, que a veces parece ineludible. Es una discrepancia esencial entre ateos y creyentes, que nunca podrán ponerse de acuerdo, pues parten de axiomas diametralmente opuestos. Este artículo describe la cosmología moderna, vista desde la perspectiva del científico creyente. Pero antes de abordar esta cuestión me referiré a algunas de las cuestiones metafísicas ajenas al tratamiento científico: el alma, la otra vida, Dios.

Las potencias del alma

La teología cristiana heredó el concepto tradicional del alma de la filosofía dualista de Aristóteles, que considera al hombre un ser compuesto por un cuerpo material y un alma espiritual, a la que atribuye tres potencias: memoria, entendimiento y voluntad. Ya en el siglo XVII, Pascal reconoce que las dos primeras no pueden identificarse con el yo: "Si me aman por mi juicio, por mi memoria, ¿me aman a mí? No, porque puedo perder esas cualidades sin perderme a mí mismo" [2].

Hasta el siglo XX, la ciencia no estuvo en condiciones de abordar el estudio de las potencias, pero durante su segunda mitad la situación ha cambiado: la Fisiología está cerca de comprobar que la memoria es una propiedad del cerebro. Aún no se sabe de qué manera se almacena, pero parece claro que reside en las neuronas, pues es posible evocar sucesos, música y otros recuerdos estimulando eléctricamente determinadas zonas del cerebro.

De igual manera, el entendimiento, en su acepción más simple que lo iguala con el pensamiento, va cediendo poco a poco a los asaltos de la Fisiología y de la Inteligencia Artificial, para convertirse en una función emergente de esa red neuronal complejísima que constituye nuestra masa encefálica.

De las tres potencias del alma, sigue fuera del alcance de la ciencia la voluntad, que hasta cierto punto podemos identificar con el libre albedrío. Hace un siglo, la tendencia al determinismo que parecía intrínseca en las teorías físicas prevalentes provocó que muchos científicos rechazaran la existencia del libre albedrío y se negasen a su estudio. Con ello, las tres clásicas potencias del alma habrían desaparecido o se reducirían a puros efectos fisiológicos. El alma no existiría, el hombre no sería otra cosa que un animal, y el materialismo habría vencido.

Hoy la cuestión está mucho menos clara. El determinismo físico ha sido atemperado por el indeterminismo de la Mecánica Cuántica. El libre albedrío podría formar el tercer punto de un triángulo que, por el momento, queda fuera del alcance de la ciencia. Parece razonable pensar que, de las tres potencias clásicas, pensamiento y memoria son actividades más corporales que espirituales, y que los conceptos del alma, de la individualidad y del yo personal, podrían ser más o menos equivalentes a la capacidad del libre albedrío.

La vida después de la muerte

A la hora de la muerte, un ser humano debe renunciar al cuerpo y a todas sus propiedades. La otra vida, en su interpretación clásica, se divide en dos etapas: un alma incorpórea, que espera la resurrección de la carne, y un ser humano completo, reconstituido por la unión perdurable del alma con el cuerpo resucitado. De acuerdo con la interpretación de Aristóteles, no habría ningún problema: el alma incorpórea de la primera etapa, con su memoria y su entendimiento, sería capaz de pensar y de recordar la vida terrena.

Curiosamente, la prevalencia de la voluntad libre no estaba tan clara, pues la teología tradicional cristiana sostiene que la decisión fundamental que debe tomar todo ser humano, la que conduce a su salvación o perdición eterna, tiene que estar resuelta antes de la muerte, en cuyo caso las posibles decisiones del alma en su etapa incorpórea serían menos relevantes. Esto es así especialmente para la teología protestante, que niega el Purgatorio. La doctrina católica deja al alma la posibilidad de purgar en la otra vida y, quizá, de tomar decisiones que afecten al modo y el proceso de la purgación.

Recientemente han surgido corrientes teológicas que sostienen que la salvación se ofrece a todos después de la muerte y que cada uno tendrá aún la oportunidad de aceptarla o rechazarla [3]. Llamamos infierno al estado de los que la rechacen definitivamente, y purgatorio al de los que la acepten, pero no es preciso postular ninguna separación física entre ambos: hace ya tiempo que la teología católica abandonó la idea de que infierno y purgatorio estén localizados en lugares concretos, como recordó el papa Juan Pablo II en unas palabras mal entendidas y peor divulgadas por los medios de comunicación.

Si la memoria y el entendimiento resultan ser, después de todo, operaciones corporales, el alma incorpórea tendría que renunciar a ellas al morir, como renuncia a comer, a beber y a la vida sexual [4]. ¿Qué le quedaría, si también se le negara la capacidad de tomar decisiones esenciales? A primera vista, nada. Por otra parte, un ser incapaz de pensar, desprovisto de memoria, no parece muy atractivo. En esta visión pesimista, la otra vida resulta inferior a ésta en todos los sentidos.

Nuestras ideas sobre la otra vida se reducen a menudo a comparaciones negativas ("esto no, esto tampoco..."), pues las positivas se encuentran fuera de nuestra experiencia. Quizá por ello, las descripciones literarias del cielo suelen resultar menos satisfactorias que las del infierno, con la posible excepción de la Divina Comedia. Algo semejante ocurre cuando la Teodicea utiliza el método de la Analogía del Ser para afirmar o negar atributos de Dios. Muchos de ellos, incluso entre los aparentemente afirmativos, son simples negaciones de propiedades del hombre. Así, decimos que Dios es incorpóreo, inmaterial, intemporal, incomprensible... Nótese el prefijo negativo en todos estos términos.

A primera vista, parece que Dios es menos que nosotros, puesto que hay tantas cosas que Él no es y nosotros sí. En realidad, sabemos que es infinitamente más grande, y que los términos negativos surgen de la incapacidad de describir lo que escapa a nuestra comprensión. Es muy posible que pase lo mismo con la vida después de la muerte, que sin duda será inimaginablemente superior a nuestra existencia actual.

La Trinidad

La doctrina tradicional sobre la Trinidad es una elaboración de la Iglesia posterior a las Sagradas Escrituras. En el Antiguo Testamento, la Trinidad no aparece, a no ser en forma de referencias oscuras discutibles, como las que se apoyan en la sintaxis plural del término utilizado en el capítulo primero del Génesis para referirse a Dios (Elohim). La primera referencia clara a la Trinidad nos la dan las palabras de Cristo en los Evangelios, en las que una y otra vez se refiere, en igualdad de trato, al Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

La Teología cristiana partió de esa igualdad para desarrollar una doctrina sobre las tres personas de la Trinidad divina y las relaciones entre ellas. El Padre es la persona básica o fundamental. El Hijo es la idea que el Padre tiene de sí mismo, pero siendo el Padre perfecto, no le ocurre como al ser humano, cuya idea de sí mismo es imperfecta y errónea. La idea que el Padre tiene de sí mismo es tan perfecta que es idéntica a Él, y por tanto es también Dios, el mismo Dios, indistinguible, excepto en su origen. Finalmente, el amor entre el Padre y el Hijo también es perfecto, es la tercera persona, idéntica a las otras dos, porque Dios es amor. Aquí surge una discrepancia entre la Teología católica, que afirma que el Espíritu Santo es el amor mutuo entre el Padre y el Hijo, y la ortodoxa, que lo reduce al amor del Padre por el Hijo. Quizá las dos posturas resulten equivalentes, del mismo modo que, en Matemáticas, la suma de dos infinitos no difiere de la suma de un infinito y de un cero. De hecho, en 1439, en el concilio de Florencia, las dos ramas del Cristianismo llegaron por algún tiempo a la conclusión de que ambas fórmulas ("procede del padre y del hijo", y "procede del padre a través del hijo") significan en el fondo la misma cosa.

La creación como novela divina

¿Qué es la creación? ¿Qué es este universo en que vivimos? A menudo se le ha comparado con la creación literaria humana. Tolkien [5] aplicó al escritor de ficción el término de "sub-creador", pues su actividad repite en pequeña escala la creación de Dios. Esto es especialmente así cuando el argumento tiene lugar en un mundo imaginario coherente, como ocurre en El Señor de los Anillos, pero también se aplica a las novelas realistas, pues, por mucho que se parezca el mundo novelado al nuestro, nunca coinciden totalmente.

A menudo se ha comparado el universo con una obra de teatro en la que nosotros somos los actores [6-7]. Este paralelo no me parece el más apropiado, pues en el teatro, a diferencia del cosmos, existen tres clases de entidades perfectamente diferenciadas: el autor, los actores y los personajes. Si consideramos la vida real como un drama, Dios sería el autor y nosotros los actores, mientras los personajes corresponden al papel que nos toca representar. Si lo hacemos bien, seremos buenos actores, en caso contrario seremos reprobados por el autor. El paralelo es muy útil para resaltar el aspecto moral de la vida, pero menos si de lo que se trata es de servir de modelo de su aspecto ontológico: en un drama, el autor y los actores se encuentran en el mismo nivel existencial (ambos existen fuera de la obra), mientras los personajes existen sólo dentro de ella. Pero es evidente que Dios y nosotros nos encontramos en niveles ontológicos muy diferentes.

Para representar este aspecto de la vida real, me parece mejor recurrir a la novela, en la que sólo existen dos clases de entidades, situadas en niveles existenciales distintos: el autor, que existe fuera de la obra, y los personajes, que sólo existen dentro de ella, en un nivel inferior. En este paralelo, Dios sería el autor, nosotros los personajes. Me parece que la relación entre el autor de una novela y sus personajes refleja mejor nuestra relación ontológica con Dios.

Cualquier manifestación artística puede ser utilizada como metáfora de la creación. Dios no es sólo novelista o dramaturgo, también es músico, arquitecto, escultor y pintor, como se demuestra cada vez que nos extasiamos ante el gorgeo de los pájaros, un paisaje o una puesta de sol, pero la imagen de la obra musical es demasiado abstracta, y la del cuadro es más estática que la novela, menos apta para que nos sintamos identificados con ella.

Cuando Dios escribe su novela, hace como cualquier autor humano: la dota de un tiempo propio. Cuando yo escribo un libro, puedo hacer que pasen cuatro años entre el final del capítulo 18 y el principio del 19, sin verme afectado por ese salto. Puedo hacer que la acción tenga lugar en el año 162 después de Cristo, sin haber vivido en esa época. Mi tiempo propio no tiene nada que ver con el de la novela: son asíncronos. Además, veo a la vez el pasado, el presente y el futuro de mis personajes. Sé lo que les va a ocurrir antes de que ocurra. De igual manera, el tiempo propio de este universo no tiene por qué tener nada que ver con el tiempo (o la eternidad) de Dios. Es una pura creación suya. Él conoce nuestro tiempo perfectamente, ve a la vez nuestro pasado, nuestro presente y nuestro porvenir, porque es el autor.

Pero la novela de Dios es mucho más perfecta que las nuestras. Cualquier autor humano desea trazar sus personajes lo mejor posible, y a menudo los dota de temperamento, carácter o educación muy distintos de los suyos propios. Si pudiese llegar hasta el punto de darles libertad para oponerse a sus propias intenciones, lo haría, porque el argumento sería mucho más interesante. Esto está fuera de nuestro alcance: nuestros personajes son pura imaginación nuestra, no tienen existencia real fuera de nosotros, no son capaces de hacer más que lo que el autor decida que hagan.

Pero Dios sí puede hacerlo, y lo hizo. Los personajes de su novela son conscientes y, aunque condicionados hasta cierto punto por sus genes y el ambiente, tienen voluntad libre. El pecado y el mal son posibles, casi podríamos decir inevitables, pues ¿qué interés podría tener para Dios construir una novela como las nuestras, un mundo de autómatas sin libertad, en que los personajes sólo pudiesen hacer lo que Él quisiera? El mal moral es una consecuencia de la creación que Dios, sin duda, no desea, pero que parece haber aceptado a cambio de las ventajas de la libertad.

Esta es una decisión en la que podemos identificarnos con Dios. En su obra semibiográfica sobre C.S.Lewis [8], William Nicholson introduce el siguiente diálogo entre el autor inglés, que acaba de perder a su esposa y sufre una profunda crisis religiosa, y su hermano Warnie, que le pregunta:

-Si estuvieras en lugar de Dios ¿darías libertad de elegir a tus criaturas?

-Sí.

-Si pudieras volver atrás ¿habrías elegido otra cosa?

-No.

El autor dentro de su novela

El autor de una novela interacciona con su obra a muchos niveles. El más simple es el hecho de que todo lo que piensan y dicen sus personajes ha sido inspirado, o más bien dictado por él, pues los personajes no tienen voluntad propia. A veces, el autor desempeña también el papel de narrador omnisciente, cuya existencia desconocen los personajes. Otras interviene directamente en la obra, e incluso habla con sus personajes como autor de ella [9]. Por último, puede colocarse a sí mismo como un personaje más, como hace a menudo Somerset Maugham [10]. En este caso, sin embargo, quien interviene en la obra no es, en realidad, el autor mismo, sino la imagen que éste tiene de sí mismo, que sólo se parece a él, pero no es él, pues nadie se conoce a sí mismo ni puede describirse perfectamente.

Al parecer, lo que Dios hace en la creación no es muy diferente de lo que hacemos nosotros al escribir novelas. Por un lado, puede inspirar ideas a sus personajes, que sí tienen voluntad propia, por lo que la inspiración es menos visible. También puede intervenir en el argumento desde fuera, como Providencia, aunque casi siempre se mantiene oculto tras la "nube del desconocer" [11-12]. Si no fuera así, nos abrumaría, nos arrebataría la libertad de oponernos a Él. Por eso son posibles el ateísmo y el agnosticismo.

En casos muy especiales, Dios puede hablar directamente con algún personaje. Por último, Dios también ha entrado en su obra como un personaje más, se ha hecho uno de nosotros. En realidad, igual que en nuestras novelas, quien entra en la historia no es Dios Padre, sino la imagen que Dios tiene de sí mismo, es decir, el Hijo, de acuerdo con la Teología Trinitaria. Entra en ella para salvarnos, para arrastrarnos hacia Dios, por amor a nosotros. En otras palabras: engendrado por el Espíritu Santo, que es el Amor de Dios.

Dios se nos ha adelantado, ha hecho antes que nosotros lo mismo que hacemos nosotros en nuestras creaciones artísticas. Esto no es extraño: cualquier idea que un autor humano pueda tener, Dios la ha tenido y la ha aplicado ya. Como sub-creadores, todas nuestras obras son plagios o imitaciones de la obra de Dios.

El argumento de la novela divina

¿Cuál es el argumento de la novela? Esta es la pregunta clave, esencial, que la Humanidad ha estado haciéndose desde que tuvo tiempo y ocasión para pensar en el mundo que le rodea. Esta pregunta puede expresarse de muchas maneras: ¿Por qué hay algo en lugar de nada? ¿Para qué creó Dios el mundo? ¿Cuál es el sentido de la vida? Mirando al mundo y con un poco de ayuda de la Cosmología moderna, quizá sea posible aproximarse a la respuesta.

Dios es amor, por tanto quiere compartir. No le basta con ser tripersonal, quiere ampliar sus posibilidades de amar. Por eso redacta una novela o crea un mundo, en el que puedan existir seres conscientes y libres, capaces de amar como Él, de amarle a Él, de unirse a Él.

Pero el mero hecho de que los personajes sean libres introduce la posibilidad de que rechacen a su creador. Algo salió mal al principio de la novela. El argumento descarriló, porque Dios no podía forzarlo, so pena de quebrantar sus propias reglas y reducir sus personajes a marionetas. El universo se corrompió por su propia voluntad, quizá antes de lo que nuestra ciencia considera el principio del universo.

¿Qué podía hacer Dios ante esto? ¿Destruirlo todo y comenzar de nuevo? Era una posibilidad. Pero Dios es amor y ya había previsto una solución mejor: salvar algo del naufragio. El universo corrompido parte de cero y empieza una lenta evolución.

Al principio, en el instante inicial de su fase actual, el espacio total del universo era pequeñísimo, y toda la materia y la energía que contiene se encontraban a temperatura y presión elevadísimas. Probablemente, ni siquiera existía la distinción entre materia y energía. No sabemos nada de lo que pasó antes de que transcurrieran 10:sup.-43:esup. segundos (el tiempo de Planck), pues ninguna de nuestras teorías actuales se aplica a la situación anterior a ese momento. Haría falta una unificación de la Relatividad con la Mecánica Cuántica de la que no disponemos. Algunos dicen que el tiempo y el espacio son también cuánticos, y que no pueden existir tiempos inferiores al de Planck.

En el instante del tiempo de Planck, la densidad media del universo era 10:sup.94:esup. veces mayor que la del agua. El espacio entero del cosmos se reducía a un volumen semejante al de un núcleo atómico. Los átomos, por supuesto, no existían. Pero el espacio estaba en expansión (quizá acelerada al principio, según la teorías del universo inflacionario). A medida que avanzaba la expansión, la densidad disminuyó y comenzaron a surgir partículas elementales, es decir, materia. Protones, neutrones, electrones y neutrinos, junto con sus antipartículas y otras mucho más exóticas, se producían y aniquilaban continuamente entre sí. La densidad era aún tan alta que una partícula no podía recorrer distancias apreciables sin encontrarse con su antipartícula correspondiente. Cuando esto ocurría, ambas se aniquilaban mutuamente convirtiéndose de nuevo en fotones, es decir, en energía. De este modo, el universo se llenó de fotones, en proporción de mil millones contra una parte de materia.

Pero la expansión continuaba. Una milésima de segundo después del comienzo del tiempo, el volumen había aumentado de tal manera que los protones y los neutrones ya no podían originarse espontáneamente. A partir de entonces, las componentes de la materia actual quedaban definitivamente constituidas.

A medida que el espacio se expansionaba, la presión, la temperatura y la densidad disminuyeron. Un segundo después de la gran explosión, la temperatura había bajado hasta diez mil millones de grados, mientras que la densidad media era aproximadamente igual a la del agua. Un minuto más tarde, la temperatura había descendido hasta algunos cientos de millones de grados. En ese momento, las condiciones favorecieron la fusión de protones y neutrones libres para formar núcleos más complejos: deuterio (forma pesada del hidrógeno constituida por un protón y un neutrón) y helio (cuyo núcleo contiene dos protones y dos neutrones). En pocos instantes, más del veinte por ciento de la materia se transformó en helio, que por esta razón es ahora el segundo elemento más abundante del universo (el primero es el hidrógeno, cuyo núcleo está formado por un solo protón). Las reacciones de producción de helio se detuvieron cuando la temperatura disminuyó por debajo de un millón de grados, más o menos tres minutos después de la explosión inicial.

Demos ahora un gran salto hacia adelante: han transcurrido ya trescientos mil años desde el origen del cosmos y la temperatura ha descendido hasta 3000 grados. En este momento se produce un hecho transcendental: el universo en expansión nos deja la firma o sello de su origen bajo la forma de la radiación cósmica de fondo. Veamos cómo sucedió.

Como se sabe, un átomo se compone de un núcleo constituido por protones y neutrones, alrededor del cuál se mueven los electrones en número igual al de los protones del núcleo. Sin embargo, a temperaturas de varios miles de grados, los electrones son arrancados de sus órbitas por los choques continuos entre los átomos, que a esa temperatura se mueven a gran velocidad, y la materia no está formada por átomos neutros, sino por una mezcla de electrones libres y de núcleos con carga positiva. Se dice que está en estado de plasma.

Ocurre que la luz no puede atravesar una masa apreciable de plasma, pues los fotones son capturados por los núcleos y los electrones libres. Por eso el plasma es opaco, mientras los gases ordinarios suelen ser transparentes, pues están formados por átomos neutros, que no reaccionan tan fácilmente con la luz.

Cuando el universo se enfrió por debajo de 3000 grados, los núcleos atómicos pudieron capturar electrones sin que éstos les fueran arrancados casi inmediatamente, se formaron numerosos átomos neutros y gran parte de la materia pasó del estado de plasma al estado gaseoso. El cosmos, que hasta entonces había sido opaco, se hizo transparente. Esto sucedió de forma tan repentina, que debió de hacer el efecto de un enorme y cegador relámpago de luz. Por supuesto nadie quedó cegado, pues la vida en las condiciones del universo primitivo era imposible.

La expansión ha continuado durante más de diez mil millones de años, y algunos de los rayos de luz que entonces se hicieron visibles están llegando ahora hasta nosotros. ¿De dónde provienen?

Evidentemente, de puntos situados ahora a más de diez mil millones de años-luz de la Tierra, pues esa es la distancia que puede recorrer la luz en ese tiempo. Pero, de acuerdo con la ley de Hubble, la luz que procede de partes lejanas del universo en expansión sufre un corrimiento al rojo (una disminución de frecuencia) proporcional a la distancia que nos separa de su lugar de origen. Si aplicamos la ley a la luz procedente del relámpago inicial que llega ahora hasta nosotros, su frecuencia habrá disminuido de tal modo, que estas ondas electromagnéticas ya no pueden considerarse como luz visible, sino como microondas de radio. Dicha frecuencia corresponde a la radiación de un cuerpo negro que se encuentre a una temperatura muy baja, tres o cuatro grados por encima del cero absoluto.

Todas estas características las tiene la radiación cósmica de fondo. Por consiguiente, este ruido de radio de alta frecuencia que lo invade todo tiene que ser, precisamente, el residuo del relámpago inicial. Los fotones que llegan ahora hasta nosotros se produjeron sólo trescientos mil años años después del origen del universo. Tienen, por tanto, casi la edad de éste, y constituyen el rastro más antiguo del Big Bang que podemos descubrir, pues antes de ese momento el cosmos era opaco y ninguna señal puede alcanzarnos procedente de su interior.

Los estudios de la radiación cósmica de fondo por medio de radiotelescopios situados en satélites han detectado diminutas alteraciones de temperatura en función de la dirección, lo que demuestra que el universo primitivo no era perfectamente uniforme. Debieron surgir pronto pequeñas heterogeneidades: una acumulación mayor de materia aquí, un enrarecimiento allá... En las zonas de mayor densidad actuó con más intensidad el campo gravitatorio, cuyo efecto es acumulativo (cuanta más masa, más atracción; cuanta más atracción, más masa), lo que amplificaba las heterogeneidades. Como resultado final del proceso, el universo tomó estructura granular y su materia se condensó en grumos estables frente a la gravedad, entre los que se extienden inmensos espacios vacíos. Esos grumos son las galaxias, cuya formación tuvo lugar unos mil millones de años después del origen del universo.

Aunque la distancia entre las galaxias es muy grande, los efectos de la gravedad sobre las más próximas contrarrestan la expansión del universo, por lo que estos gigantescos objetos celestes tienden a agruparse en cúmulos, algunos enormes. Las galaxias de un cúmulo no se alejan entre sí y pueden acercarse temporalmente en el curso de sus desplazamientos relativos, como sucede con la de Andrómeda, que se cree llegará a colisionar con la Vía Láctea dentro de unos 3000 millones de años. Parecen haberse producido ya diversas colisiones entre dos galaxias, lo que a esa escala debe producir efectos increíblemente catastróficos.

La materia de las galaxias no se distribuyó regularmente. Pronto aparecieron desigualdades de densidad, nubes de gas, éstas se contrajeron y nacieron las primeras estrellas, muchas de ellas rodeadas por astros más pequeños, los planetas. Fenómenos parecidos siguen ocurriendo aún ante nuestros ojos.

En un planeta que se formó hace 4600 millones de años en los arrabales de la galaxia de la Vía Láctea, aparecieron seres vivos muy sencillos: simples ácidos nucleicos. Las leyes de que Dios había dotado al universo favorecían el aumento de la complejidad por medio de la unión progresiva, la simbiosis: varios ácidos nucleicos se unieron para formar una célula procariota; varias células procariotas formaron una célula eucariota; varias células eucariotas constituyeron una planta, un hongo o un animal; varios animales un arrecife, una colmena, un hormiguero, un rebaño, la sociedad humana.

Entre tanto, superponiéndose a esta complejidad progresiva, ciertos animales alcanzaron la capacidad intelectual suficiente para permitir a Dios infundirles la libertad de elección. De pronto aparecen sobre este planeta personajes nuevos, el argumento se vuelve interesante, pero estos personajes arrastran una carga terrible: son herederos directos de la culpa original. Han surgido de la evolución de un universo corrompido, una evolución que tuvo que basarse en el juego del dolor y de la muerte. Su libertad está coartada, están inclinados al mal, hasta tal punto, que les resulta imposible cumplir la misión para la que originalmente había sido creado el cosmos. Por eso, Dios tuvo que convertirse en uno de los personajes de la novela, para arrastrar desde dentro a los demás, sacarlos del cieno en que estaban desesperadamente atascados y elevarlos hacia Él.

La evolución espera aún el último cambio de fase: la unión de los seres libres del universo para formar un cuerpo único, un ser de orden superior, del que cada uno de ellos será una célula y Dios encarnado la cabeza o el centro de control. Este superorganismo estará ligado con Dios a través de la cabeza del cuerpo o célula distinguida (el Hijo) y cumplirá el objetivo para el que fue creado el universo: la unión con Dios, la ampliación de la Trinidad por adopción de los personajes de su novela.

El mundo de las ideas

Para Platón [13], el mundo real es como una caverna cuyos habitantes estamos encadenados de espaldas a la entrada y no vemos más que las sombras de los seres que pasan por delante de la boca de la caverna. Las cosas que vemos, incluidos nosotros mismos, no son más que el reflejo de la verdadera realidad, que no está aquí, sino en el mundo de las ideas.

El más importante de los seguidores cristianos de Platón, San Agustín, hace residir las ideas platónicas en la mente de Dios: "...en Vos, que sois infinito, están todas las cosas finitas y limitadas... contenéis todas las cosas con la mano de vuestra eterna verdad" [14]. En la misma línea, C.S.Lewis [15] piensa que nosotros somos y nos movemos en esta vida como las piezas de un tablero de ajedrez, mientras nuestro verdadero yo, la idea que Dios tiene de nosotros, contempla desde fuera la partida de la que depende nuestra vida futura.

El platonismo entró en decadencia hacia el Renacimiento y prácticamente ha desaparecido de la Filosofía contemporánea, profundamente empapada de materialismo, pero si postulamos la existencia de un Dios creador, tenemos que admitir que sus ideas deben tener, con la realidad y con nosotros, una relación mucho más estrecha que la que existe entre las ideas del autor humano, su obra y sus personajes.

Cuando un autor humano escribe una novela, idea un argumento, lo plantea, modifica, corrige, medita, pondera y elige. Dios está en una situación diferente. En Él no hay distinción entre potencia y acto. Tampoco podemos imaginar que necesite ponderar y corregir. Para Dios, el acto de idear un mundo debe ser indistinguible del de crear. Esto no significa que nuestro mundo sea el único posible, pues no hay nada que impida que Dios haya podido idear (y por tanto crear) muchísimos universos.

Si la idea que Dios tiene sobre el mundo es indistinguible de la creación, la idea que tiene sobre cualquiera de los seres que lo forman debe ser también idéntica a dicho ser, puesto que lo conoce perfectamente. Quizá Platón (y con él C.S. Lewis) se equivocó al suponer que los seres no son más que sombras de las ideas divinas, y por tanto diferentes de ellas. En cambio, la frase citada de San Agustín es compatible con que seres e ideas divinas sean una misma cosa.

La inmortalidad del alma y la otra vida

¿Qué papel desempeño yo en todo esto? ¿Qué soy, al fin y al cabo? Por lo que queda dicho, es evidente: soy un personaje de la novela de Dios. Pero es preciso distinguir entre la idea que tengo de mí mismo y la idea que Dios tiene de mí. Como hemos visto, mi idea de mí mismo es imperfecta, parcial, plagada de errores y de olvidos. La idea que Dios tiene de mí es perfecta, completa, verdadera, en mucho mayor grado que la idea que un autor humano tiene de los personajes de su libro. La idea que Dios tiene de mí es idéntica a mí. Tan idéntica, que soy yo, uno de los personajes de su novela: un personaje con libre albedrío, una idea de Dios capaz de oponerse a la voluntad de Dios.

Es típico en los místicos buscar a Dios dentro de sí mismos. A veces, sin embargo, encontramos el enfoque opuesto, que cuadra más con esta visión de nuestro propio yo como una idea en la mente de Dios. Santa Teresa dice [16]: "...vese más claro la maldad de cuando ofendemos a Dios, porque en el mismo Dios -digo, estando dentro de Él- hacemos grandes maldades".

Si yo soy la idea que Dios tiene de mí, basta que dicha idea incluya mi inmortalidad para que yo sea inmortal. Después de la muerte, seguiré siendo la idea que Dios tenga de mí. A veces se ha dicho que, aunque no fuésemos inmortales, nuestra existencia quedaría justificada por el recuerdo que dejamos en la mente de Dios. Este argumento es contradictorio, olvida que Dios no puede recordar ni olvidar, que sus ideas no están en el tiempo y tienen existencia real. Si Dios tiene idea de mí, existo.

Todos los que creemos en otra vida nos hemos sentido siempre un poco obsesionados por la curiosidad de saber cómo será. Incluso en el ámbito del Cristianismo, algunos autores ofrecen descripciones detalladas de la vida después de la muerte. Se habla de dos etapas, una en la que el alma estará separada del cuerpo, pero aun así será consciente, recordará su existencia en la Tierra y se le ofrecerá la posibilidad de purgar sus defectos, seguida por otra etapa, posterior a la resurrección de la carne. A veces se añaden detalles descriptivos que nunca resultan satisfactorios.

Me siento escéptico ante esas descripciones. Cuando alguien me pregunta por mi idea de la otra vida, siempre respondo: "no lo sé, nunca he estado allí". Creo que las características de la otra vida están en la mente de Dios. Es absurdo predecirlas, porque no podemos sondear su mente. Yo no puedo saber si el alma incorpórea (si realmente existe) tendrá memoria o entendimiento, o si carecerá de ellos. Para que los tenga, basta con que Dios lo quiera, pues en la otra vida yo seguiré siendo su personaje, la idea que Él tiene de mí. Tendré cuerpo si Él quiere que lo tenga, tendré memoria y entendimiento si lo estima conveniente.

Si Dios es amor, es de prever que la otra vida será mucho mejor que cualquier cosa que podamos imaginar. En lugar de perder el tiempo fantaseando sobre ella, ¿no sería mejor esperar con confianza lo que Dios quiera ofrecernos y prepararnos para aceptarlo, sea lo que sea, por si después de la muerte aún se nos exige ejercer nuestra voluntad libre?

Quizá el papel de la voluntad en la otra vida sea mayor de lo que a veces se piensa. Al fin y al cabo, es nuestro atributo más importante, acaso esencial. La otra vida podría ser un acto continuo de voluntad, una aceptación o un rechazo de Dios. Todas nuestras experiencias en esta vida serían preparativos para esa decisión transcendental que se nos planteará después de muertos: "¿Quieres ser una célula de mi cuerpo universal?". Si hemos educado la voluntad de cierta manera, buscando el bien de otros para adaptarnos a la voluntad de Dios, que es la cabeza, tal vez logremos responder que sí. Pero si hemos desarrollado el egoísmo y la soberbia, poniéndonos siempre en el centro, puede que seamos incapaces de convertirnos en parte de un todo mayor que nosotros. Quizá decidamos ser cabeza humana, mejor que célula de Dios. Tal vez rechacemos nuestra propia felicidad.

La otra vida está fuera de nuestro alcance, y la puerta para llegar a ella es la muerte. Por mucho que apliquemos los avances de la ciencia, no averiguaremos nada sobre ella. No es extraño: tampoco los personajes de una novela, por mucha ciencia que apliquen, podrán descubrir nada sobre el mundo o el tiempo de su autor, a menos que el autor quiera decírselo. En su obra, Dios parece haber decidido no dar detalles sobre la otra vida a sus personajes. ¿Por qué, entonces, perder el tiempo pensando cómo seremos después de muertos? Aquí está indicado un sano agnosticismo: seremos lo que Dios quiera. Ni más, ni menos. Igual que cuando venimos a esta vida.

Referencias