El número de nuestros genes y la dignidad de la especie humana

Manuel Alfonseca, Universidad Autonoma de Madrid {Manuel.Alfonseca@uam.es}

Desde el siglo XVIII (cuando surgió el mito del Progreso Indefinido) estamos acostumbrados a despreciar los conocimientos científicos medievales y de la Antigüedad, acusando a nuestros antepasados de ignorancia y de preferir los mitos a los hechos duros en que se basa la Ciencia. Aunque nos sorprenda, estudiando la cuestión con cuidado se llega a la conclusión de que somos nosotros los que, a menudo, nos dejamos arrastrar por las apariencias y fomentamos la proliferación de conocimientos falsos, que atraen la atención de los medios de comunicación de masas y se extienden con gran rapidez, dando lugar a la aparición de nuevos mitos que llegan a ser casi inerradicables.

Mencionaré un par de ejemplos: ¿cuántas veces hemos oído decir que en la Antigüedad y en la Edad Media se creía que la Tierra es plana? Las personas bien informadas saben que este lugar común es falso, pero está muy extendido entre lo que podríamos llamar el hombre de la calle. La realidad es que, hace dos mil quinientos años, los griegos sabían que la Tierra es una esfera (Aristóteles menciona tres demostraciones independientes), y que, durante la Edad Media, sólo los ignorantes creían que la Tierra es plana y que los barcos que llegaran a su extremo se caerían.

También es corriente oír que en la Antigüedad y en la Edad Media se creía que la Tierra es muy grande: la Astronomía moderna ha demostrado que es infinitesimal, comparada con el universo. Este mito está más extendido que el anterior, pero es igualmente falso, pues ya Arquímedes calculó que el radio de la Tierra es al menos mil millones de veces menor que la distancia de la estrella más próxima, acertando el orden de magnitud, y Claudio Ptolomeo (cuyo Almagesto fue texto estándar de Astronomía durante toda la Edad Media) escribió: La Tierra, en relación con la distancia de las estrellas fijas, no tiene tamaño apreciable y debe considerarse como un punto matemático (Libro I, Capítulo 5).

De aquí surgió otro mito, derivado del anterior, según el cual el hombre antes se creía el ser más importante del universo, pero la ciencia moderna ha demostrado que en realidad no tenemos la menor importancia. Copérnico, primero, nos ha sacado de la posición central; Darwin ha probado que sólo somos una especie entre muchas; el estudio del genoma humano, que somos prácticamente chimpancés y poco más que moscas; la Física moderna, que nuestro cuerpo está formado por átomos insignificantes. Los dos últimos argumentos son muy recientes y voy a referirme a ellos en este artículo.

En primer lugar, es falso que en la Edad Media nos considerásemos los más importantes del universo. En la Divina Comedia, Dante realiza un viaje por las esferas celestes. Al llegar a la de Saturno, se vuelve a mirar a la Tierra, que le parece pequeñísima, y como resultado juzga dignos de menosprecio los problemas que usualmente preocupan al hombre (Paradiso, 22:133 y siguientes).

En segundo lugar, los últimos descubrimientos sobre el genoma se presentan en los medios como humillaciones que tenemos que sufrir y que rebajan nuestra dignidad, cuando se trata de simples constataciones numéricas que no tienen esas consecuencias. Se dice, por ejemplo, que el genoma humano coincide con el del chimpancé en un 98,5%, de donde se intenta deducir que somos prácticamente idénticos al chimpancé. La conclusión no puede ser más falaz, y lo demostraré con un ejemplo: aplicando el mismo criterio, podríamos pensar que el agua a presión normal y 273ºK tiene que ser idéntica al agua a 274ºK (al fin y al cabo, su temperatura sólo difiere en 0,36%, mucho menos que los genomas del hombre y el chimpancé). Sin embargo, no pueden ser más diferentes: la primera es sólida (hielo) y la segunda líquida.

Este ejemplo nos enseña que el mundo no es lineal, sino que está plagado de crecimientos bruscos, estancamientos y umbrales entre estados diferentes (como el punto de fusión del agua). Los datos sobre los genomas del hombre y el chimpancé sólo demuestran que ese 1,5% de diferencias fue suficiente para atravesar el umbral de la razón, que nos ha colocado en un nivel completamente diferente: algunos biólogos sostienen que el hombre debería clasificarse en un reino propio (como los animales y las plantas), pues su impacto ecológico sobre la Tierra ha sido al menos tan grande como el de las segundas y mayor que el de todos los animales juntos.

La dignidad biológica de la especie humana no debe calcularse en función del número de sus genes (provisionalmente calculado en dos veces mayor que el de la mosca del vinagre) ni del número de sus coincidencias con otras especies, sino en función de sus actos sobre el entorno que le rodea, de acuerdo con la frase del Evangelio: Por sus obras los conoceréis. Nuestra dignidad estará en función de cómo nos comportemos, no del número de nuestros genes. Los números son engañosos. ¿A alguien le parecería correcto que se afirmase que el hombre es veinte veces menos importante que el elefante porque pesa veinte veces menos? Pues últimamente se están oyendo cosas parecidas, como consecuencia de nuestra tendencia a cuantificarlo todo y a confundir las diferencias cualitativas con las meramente cuantitativas.

En un artículo ("More than meets the eye") publicado en la revista The Sciences en noviembre-diciembre del 2000, Michael S. Turner discute el estado actual de la investigación sobre la masa del cosmos y la clasifica así: 65% de energía oscura (que provocaría la expansión acelerada del universo); 30% de materia oscura (formada por partículas aún desconocidas); 4% de hidrógeno y helio, dispersos por los halos de las galaxias; 0,5% de neutrinos; 0,5% de materia condensada en forma de estrellas y galaxias visibles. De este último 0,5%, más del 98% es hidrógeno y helio, y el resto (una proporción infinitesimal) corresponde a los restantes elementos, que son los que componen mayoritariamente la Tierra y nuestro cuerpo. De esta enumeración, algunos (el autor sólo lo apunta como una posibilidad) sacan la conclusión de que, puesto que nuestros átomos son poco abundantes, nosotros somos muy poco importantes, nuestra existencia es un epifenómeno y, en fin, que no valemos nada.

Es curiosa la tendencia a denigrar al hombre utilizando incluso argumentos como éstos, que estallan en las manos de quien los usa. A lo largo de la historia de la humanidad, las cosas más escasas han sido siempre las más valiosas. Cuando existen millones de ejemplares de un sello de correos, éste no vale nada; si sólo quedan tres, se vuelven inapreciables. Los cuadros de Velázquez y Van Gogh alcanzan precios elevadísimos precisamente porque son únicos. El oro tiene el valor que tiene, porque es uno de los elementos menos abundantes.

Los descubrimientos de planetas extrasolares parecen indicar que los sistemas planetarios estables (como el nuestro), con planetas situados en órbitas casi circulares alrededor de la estrella central, pueden ser rarísimos: aún no se ha descubierto ninguno fuera del sistema solar. Quizá los planetas gigantes en órbitas alargadas hagan imposible la presencia de planetas de tipo terrestre en órbitas adecuadas para la aparición de la vida. De nuevo surge la sospecha de que estemos solos en el universo. Esto no rebajaría nuestro valor, todo lo contrario. Tal vez, después de todo, este universo haya sido hecho para nosotros. O tal vez compartimos esta dignidad con otras especies, en esta o en otras galaxias. En cualquiera de los dos casos, no tiene sentido que se nos denigre por el número de nuestros genes o porque los átomos que forman nuestros cuerpos sean más o menos abundantes.